Veo que todo està listo para que le demos la
bendición a la pareja y solo esperaremos que de un momento a otro llegue el
dios Maleiwa para que también consagre a los casados y asì èsta unión sea
perfecta y para siempre”. Dijo Pulowi arreglándose su largo vestido de colores
tropicales. Se acomodò su corona de oro y perlas y levantò su cetro del poder
que brillaba intenso en la punta superior.
El pueblo los miraba mudo porque estar al frente de
sus dioses era el mayor privilegio que cualquier pueblo en esos tiempos podia
tener. Miraban fascinados la enorme altura de Juyà, su musculatura casi a punto
de explotar, su pelo negro y largo que a veces botaba chispas de colores y
otras veces se convertía en cascada de aguas, le miraban curiosos su guayuco de
piel de puma rojo, y sus anillos relucientes de piedras preciosas chupándose la
luz del sol.
En el momento en que desenredaba su pelo, vieron venir
lejos, sobre las arenas saltantes con el calor del sol, al dios Maleiwa, al que
también el pueblo había invocado para que estuviera en la ceremonia del
casamiento. No se demorò mucho en llegar al pueblo, donde la gente, apurada y
dichosa, le hizo una calle por donde caminò hasta acercarse al dios Chocò con
su novia y los otros dioses, además de la gente importante de la tribu, la
princesa Millaray y su marido Cajamarca.
Estaba vestido con una larga y delgada bata de
fuertes colores, muy sucia a causa del polvo y de las arenas del desierto sobre
las que el dios debía andar para que la tierra no se detuviera. Tenìa sandalias
gruesas. Una de cuero de elefante y otra de piel de cocodrilo que le resistìan
seguras en su continuo caminar. Llevaba una corona muy vistosa de plumas de
guacamaya que le daban su dignidad sagrada, y un bastòn de oro con un diamante
en la punta que botaba una luz intensa y muy resplandeciente y que lo
comunicaba con los habitantes de otras galaxias. Además esa luz lo guiaba en cualquier
camino indicàndole donde encontrar agua y alimentos, las cosas que necesitara.
Como el pueblo sabìa que su dios Maleiwa no podía
quedarse quieto mucho tiempo porque de su andar dependía que la tierra tampoco
se detuviera en el espacio, alistaron las fogatas de colores, las antorchas
violeta, los instrumentos musicales, la comida, los pescados del grande mar y muchos cabros gordos, ubicándose junto
al còndor de los Andes al que consideraban
un ave venerable que les daría protección por siempre.
Asì iniciaron un rito de veneración al universo,
danzando alrededor de las fogatas, llevando en sus manos las antorchas, y
tamboras diminutas que despertarìan los poderes terrestres, las fuerzas
vegetales. Entonaban himnos secretos de los altos Chamanes Wayuu para que los
vientos, el fuego, las aguas y la tierra estuvieran en armonía con ellos y les
dieran protecciòn, además de lo bueno que recibìan de la luna, el sol y las
estrellas.
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