. “Entonces
no hablemos mas. Mañana temprano nos iremos porque el cóndor quiere volar
también. Me lo ha dicho. Me dice que cuando no vuela, se debilita y pierde la
fuerza y el poder, y eso no lo soporta porque siente que su cuerpo se le
destruye. Le diré a Cajamarca que se aliste y usted, Ewandama le dirá a su hijo
que se aliste también, sin demora”. “Así
se hará, hermosa joven. Gracias por aceptar nuestra compañía” dijo el dios
arreglándose la larga túnica de colores que estaba sucia. Se alisò el pelo, tan
revuelto que mantenìa. “Es lo mejor que puede pasarnos. Ir acompañados por
ustedes es un regalo del cielo” respondió Millaray saltando de alegría.
Entonces Ewandama se fue casi sin despedirse de la
joven, por el afán que le dio, pensando entusiasmado en el viaje al otro reino.
Le diría a su hijo que preparara lo
necesario para ese viaje, porque conocer a los vecinos Wayúu, de los que tanto
había oído hablar, no era cosa de todos los dias.
Al mismo tiempo, Cajamarca llegó a donde estaba
Millaray, y zafandose las flechas que llevaba en la espalda, escuchó a la joven
diciéndole. “Madrugaremos a viajar al país de la diosa Inhimpitu. Ya le hemos
ayudado bastante a Ewandama aquí. Ahora podremos seguir buscando la montaña
brillante que según nos hemos dado cuenta, muy poca gente conoce” le dijo la
muchacha sujetando un poco mas su guayuco en la cintura. “Ewandama y su hijo
irán con nosotros porque el dios quiere conocer esas tierras y también a los
dioses que viven allá” terminó diciendo Millaray, mirando a su compañero. “Ya
lo había presentido” respondió Cajamarca
cogiendo de la mano a su mujer y caminando a donde estaba el cóndor que tenía
descolgada el ala para que subieran a su espalda. En un momento estuvieron sobre el buitre que se acomodó para que sus
amigos pasaran una buena noche entre sus plumas.
Vieron como el cielo se oscurecía, dejando en lo
hondo miles de luces armonizantes con los ruidos de la selva y con los gritos
de los niños de la tribu, que todavía no querían dormirse, sino corretear y
reir alrededor de las fogatas. El pueblo Waunana había prendido decenas de
antorchas, poniéndolas en los tallos de los àrboles o en algunos postes
clavados para eso, sentándose en los troncos o en las piedras para hablar de
cualquier cosa mientras les iba llegando el sueño y mientras contaban las
nuevas estrellas de las que no tenían conocimiento.
Después de que los tigres cerraron los ojos, los
sapos empezaron sus cantos debajo de las piedras, y los cocuyos alumbraron la
tierra como microscópicas estrellas, aparecieron Ewandama y su hijo bajo el
cóndor, donde ya dormían Cajamarca y Millaray. El ave los subío rápido y ellos
no hablaron, metiéndose ligeramente entre las plumas para no despertar a los
amigos.
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