Ahora
que sabemos a donde van, estaremos tranquilos. Nos comunicaremos con señales de
humo, con sonidos de cuernos y tambores y con mensajeros que correrán todo el
trayecto hasta allá, llevándoles regalos de oro y diamantes”.
Y
cuando la tribu oyó que no estarían lejos, se relajó, hablando y riendo como siempre.
Entonces
los jóvenes aprovecharon el momento diciendo “Hasta luego hijos del agua, del
viento y de la montaña. Pronto volveremos. Quédense tranquilos”
Caminaron entonces a donde estaba el cóndor,
impaciente por la lentitud de sus amigos.
Bajó
el ala para que subieran a su espalda. Cajamarca y Millaray se encaramaron
rápido acomodándose entre el caliente plumaje, y el buitre comprendiendo todo,
aleteó potente elevándose sin problemas por encima del caserío. La gente
gritaba abajo moviendo los brazos y saltando, hasta que el pájaro se perdió
allá, lejos por encima de los árboles y detrás de las colinas.
El
viejo dios ewandama de los indígenas Waunana había creado el mundo, los
animales y las plantas. Fue el dador de vida y la personificación del bien. A
su lado estaba siempre su hijo, un muchacho moreno, de fuerte musculatura,
anchas espaldas, pecho poderoso y ojos
penetrantes como los de las águilas. Podía
percibir cualquier olor a quince y veinte kilómetros, cosa que no hacía nadie
mas en ningún lugar del mundo, y el lo sabía. De el nunca se conoció su nombre
y se sentía afligido allí, porque sabía que en otros territorios, las cosas
iban mejor.
Vivía
junto a su padre Ewandama al que le dijo en una tarde tranquila ya casi
empezando a anochecer “Padre, usted debería crear mas hombres para que nos
acompañen y para que funden pueblos como lo hizo el gran dios Caragabi con los
Emberá-Catíos que viven no muy lejos de aquí”. “Hay mijo. Otra vez vienes con
tu molestadera?” respondió Ewandama realmente fastidiado, “pero voy a hacerte
caso ésta vez, para que al fin me dejes en paz. Cuando salga el sol de mañana,
empezaré a crear a los hombres, para que tengas compañía y no sientas tan hondo
la soledad que te pone tan mal”. “Gracias padre. Ese es un favor que siempre te
agradeceré” le dijo el hijo, y se recostaron en la hierba disponiéndose a
dormir entre los sonidos de la selva y el bochorno de la noche.
Ewandama
no pudo descansar.
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