.”.
“No cóndor, no diga eso. Siempre estaremos los tres muy juntos, nunca nos
separaremos. Arreglaremos las cosas ya, y nos iremos hoy mismo. A donde volaremos?”
le preguntó la joven. “Quiero conocer el pueblo de los Waunanas que viven no
lejos de aquí, en el sur de éste país. He oído que tienen un dios bueno que les
ayuda en todo lo que le piden. Quiero saber como es él. Sé que ha oído hablar
de mi y está loco por verme, eso me han dicho” comentó el buitre mirando la
selva que empezaba a calentarse con el sol rojo alzado por encima de los
árboles. “ahora eres tu el que sabe muchas cosas” le dijo Millaray con los ojos
felices, pensando que otra vez viajaría con su amigo en sus costillas. “Cuando
nos iremos?”. “Debe ser pronto. Mientras mas nos demoremos, mas indecisión habrá”
respondió el pájaro . “Ah bueno, como diga, gran buitre. Arreglaremos las cosas
y nos despediremos de la tribu. Será largo
eso, porque los Emberá-Catíos no
nos dejarán ir fácil”. “Tienen que convencerlos, decirles que otro dia volverán.
Así los calmarán” argumentó el buitre agarrando con el pico una langosta que lo
tenía aturdido volando a su alrededor. La destrozó feamente y se la tragó de un
bocado.
Tenían
que irse. Si no lo hacían, el gran pájaro los dejaría sepultados en una tierra
extraña. Por eso le dijeron “Espérenos entonces, cóndor. Nos demoraremos un
rato pero iremos a donde nos diga” le dijo Cajamarca. “No se demoren” contestó
ansioso,
y
los jóvenes lo miraron apresurados.
Caminaron
a la choza.
Arreglaron
al tunjo envolviéndolo en una manta nueva que Millaray había tejido con las
mujeres de la tribu. Llamó con un
silbido al pájaro de mil colores que tampoco los dejaba. Llegó en poco tiempo
revoloteando alrededor, parándose en un delgado palo del techo. “Porqué me ha
llamado, princesa?” le preguntó saltando ahora a una rama. “Nos iremos. El
cóndor está cansado y débil aquí. Dice que necesita volar y conocer otras
tierras. Nos dice también, que si seguimos en éste lugar, nunca encontraremos
la montaña brillante” respondió Millaray
arreglándose el pelo, poniéndose una balaca de oro que tenía encima de un
tronco cubierto de hongos blanquecinos. “Eso es cierto. Yo también quiero
irme”. Dijo el pájaro de mil colores.
En
poco tiempo arreglaron sus cosas, armando un joto grande y pesado, donde
llevaban el oro cagado por el tunjo y también las otras cosas que usaban en sus
viajes.
Salieron
luego, caminando entre la gente que ya presentía algo raro en la actitud de los
jóvenes. El modo nervioso y afanado de ellos y del cóndor los ponía excitados
presintiendo una rara soledad en el ambiente.

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