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El nativo cayó al suelo, y Costé le amarró con bejucos brazos y piernas para
que no pusiera problemas al despertar. Se lo echó al hombro sin esfuerzo y
diciendo palabras raras, se elevó en el aire con su carga que inexplicablemente
sentía liviana igual que una pluma.
En
menos de un momento llegó con el indio a su enramada donde vivía con su madre a
la que le tenía prohibido hablar para que no fuera a delatarlo.
Bajó
del aire poniendo al indio en un batea larga, parecida a una canoa. Estaba
ensangrentada y con rastros de carne de otros indios matados por el.
Le
quitó el guayuco y le cortó los testículos con un solo golpe de cuchillo,
comiéndoselos inmediatamente entre eructos y asfixias satisfechas.
Ahí
el nativo despertó gritando horriblemente poseído por el dolor y la impotencia,
y dominado por Costé que no lo dejaba mover. Le puso hojas verdes en la herida y
zumos de raíces para que la sangre le trancara.
Lo
tuvo amarrado mucho tiempo, dándole carne gorda de otros indios que guardaba en
grandes ollas de barro al pie de la hornilla donde su madre algunas veces hacía
de comer “Le gusta ésta carne? Cierto que está buena?” le preguntaba al nativo entre
risas y saltos de gusto. “Ah no, veo que no le gusta ésta carne. Entonces le
traeré otra que tiene mejor sabor” y mirándolo otra vez y dejándolo bien
amarrado en la batea, se metía en el monte demorándose algún tiempo.
Al
volver, venía cargado con marranos salvajes y con un toro que hacía poco había
matado con sus cuchillos, en las orillas de una laguna donde vivían los
caimanes voladores.
Dejó
todo eso a un lado de una pared de barro que formaba su enramada y acercándose
al indio le dijo “Coma, coma de ésta carne para que se engorde rápido. Necesito
que se engorde ligero para comérmelo enterito porque mantengo con mucha hambre,
juajuajuajuajuajuajua” terminaba con carcajadas ruidosas, yéndose por ahí,
entre los árboles y las rocas con sus ojos muy rojos de los que de vez en
cuando saltaban chispas amarillas que encendían las hojas secas tiradas en el
suelo.
Ya
se había comido a muchos indios a los que destrozaba en la batea. Se bebía su
sangre entre sordos respiros y raras alucinaciones.
A
diferencia de los indios que engordaba, Costé no alimentaba a su madre. Ella era
una mujer muy flaca, los puros huesos, y casi no podía moverse por la debilidad.
Solo comía raíces, hojas y los huesos pelados de los indios. Algunas veces
probaba pedazos de frutas que los monos salvajes le llevaban.
Un
dia que Costé se metió en el monte, la mujer le dijo al indio. “Costé lo está
alimentando bien, para que se engorde y y tenga buen sabor. Se lo comerá igual
que a otros. Ustéd debería volarse de aquí, irse a su pueblo donde seguramente
lo están echando de menos” le dijo al Emberá-Catío al que le brillaron los ojos
por la ayuda que la madre de Costè le ofrecìa
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