Pasaba los días inventando hornos de barro, donde
fundían el oro entre un calor infernal que no dejaban acabar, porque era
difícil ponerlo de nuevo a las altas
temperaturas para éstos oficios.
El
pueblo traía oro como arena, en las ollas gigantes de barro que habían
aprendido a fabricar. Elaboraban con mucho arte, coronas, pulseras, aretes,
tobilleras. Todo lo que querían, según
las enseñanzas de Cajamarca y de Millaray y la creatividad de la tribu también.
Definitivamente
convirtieron a los Emberá –catíos en un pueblo imaginativo que disfrutaba cantar,
correr y hacer alabanzas a los dioses. Comprendieron la divinidad del universo
y la magia en el. Eran felices por haber
aprendido cosas para la vida y haber entendido que podían usar su inteligencia
y crecer en conocimiento.
Millaray
y Cajamarca vivieron mas tiempo con ellos, dándose cuenta que raramente a esa tribu la perseguía el espanto de Costé.
…………Costé
había sido un indio gigante, muy moreno, de tres metros con dientes de oro
brillantes, y con muchos cuchillos en sus brazos que usaba para cortar lo que
se le antojaba.
Ese
espanto le producía mucho miedo a la tribu. Vivía acechando a los Emberá-Catíos
en el bosque para secuestrarlos y llevárselos a su enramada arriba en la
montaña. “Hoy tengo que robarme uno o dos indios para arrastrarlos a mi rancho.
Los engordaré bien y me los comeré como siempre hago. Juajuajauajuajuajua” se
reía llenando la selva con su sonido macabro mientras caminaba despacio encima
de las hojas húmedas, escondido detrás
de los troncos, esperando a algún indio despreocupado que pudiera convertirse en
su presa.
“Allá
viene uno y no se ha dado cuenta que yo estoy aquí. Le llegó su turno al
desgraciado” se decía. Y trasladándose
como lo hacen los fantasmas, sin hacer ruido y sin ser visto, agarró al indio del
pelo, dándole un golpe de piedra en la cabeza para desmayarlo. El nativo cayó
al suelo, y Costé le amarró con bejucos brazos y piernas para que no pusiera
problemas al despertar. Se lo echó al hombro sin esfuerzo y diciendo palabras
raras, se elevó en el aire con su carga que inexplicablemente sentía liviana
igual que una pluma.
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