Millaray
y Cajamarca se habían confundido en la multitud mirando la fiesta. “Así como ha
hecho el cacique, también haremos nosotros para que Chie nos bendiga y nos vaya
bien en la búsqueda de la montaña brillante” dijo Millaray al oído de Cajamarca
para que nadie los oyera. “Si, eso mismo haremos, pero pongamos
cuidado
a ver que mas hacen”.
En
las hogueras echaban plantas resinosas de aromas penetrantes que flotaban
danzando en el aire. Era una nube de incienso y otras fragancias de fuerte esencia,
entre el resonar de cuernos y flautas como trompetas en las orillas, y entre
cánticos sagrados de los sacerdotes, de las mujeres y del pueblo entero
levantando los brazos queriendo adueñarse del universo.
Entonces
el zipa Meiquechuca se bajó del trono, ungiendo él mismo su cuerpo con un
aceite vegetal extraido de plantas sagradas. Luego caminó hasta un lecho
cubierto con una gruesa capa de polvos de oro donde se acostó revolcándose
varias veces quedando su cuerpo totalmente cubierto de oro. Al levantarse parecía
una viva estatua de oro chispeando a la luz del sol.
Mientras
el Zipa hacía eso, el pueblo se volteaba de espaldas a la laguna para no verlo,
porque era grave pecado que los ojos humanos se posaran sobre la figura del
dorado monarca en esos instantes supremos.
Ahí
el príncipe se acercó a las aguas, subiéndose a la balsa de donde se había
bajado el cacique Guatavita hacía un momento, y donde los sacerdotes y los
brujos habían puesto anillos, pulseras, pectorales, tobilleras, coronas y hasta
flechas de oro además de esmeraldas y otras piedras preciosas desconocidas, para
que con todo ello, el gran señor rindiera culto a la diosa de la laguna, Chie,
su nueva protectora.
Remó
lento y suave hasta el centro de la laguna donde se quedó quieto un momento,
estableciendo comunicación con los poderes superiores, empezando luego a
arrojar una a una las ofrendas de oro y las piedras preciosas envueltas en
plegarias dichas en susurros, para que cayeran bendecidas al fondo de las
aguas.
Mientras
tanto las gentes que estaban en las riberas con las espaldas vueltas a la
laguna, arrojaban también hácia atrás sus ofrendas de oro y las piedras preciosas
entre sus cánticos y oraciones con el fin de que la diosa les escuchara sus
pedidos sin tener el permiso de mostrar sus caras que mantenían en alto mirando
al espacio sereno.
Cuando
los ricos objetos fueron arrojados totalmente al lago, el Zipa saltó elástico desde
la balsa, sumergiéndose en las aguas, dejando en la superficie de las ondas el
polvo de oro que le cubría el cuerpo.
Nadaba
semejante a los grandes peces y así, después de un momento de nado poderoso, volvió
a la balsa acomodándose con las piernas en loto y remando hasta la ribera donde
se bajó, dichoso y poseído por una fuerza extraña, quedando en el lago una mancha amarilla que
hacía brillar las ondas como si fueran de oro fundido.
Entretanto
las hogueras ardían crepitantes mandando al cielo las llamas retorcidas que se
perdìan misteriosas en el viento entre chispas de colores; el humo perfumado
como nube de incienso tapaba la luz del sol, y los ecos multiplicados de la
naturaleza, muy confusos resonaban encima del agua, en los valles cercanos, en
el espacio y en las colinas.

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