Realmente
la laguna de Guatavita no estaba lejos. Llegaron pronto allì viéndola fría y
algo oculta, porque estaba cubierta de gruesa neblina. Dieron vueltas por los
alrededores, viendo como llegaba una multitud contenta de aborìgenes desnudos, entre
gritos y silbidos, detrás de varios indios que llevaban en hombros un trono de
madera cubierto de oro fino y con muchas incrustaciones de piedras preciosas.
Cargaban a un hombre vestido casi todo de oro y con muchas piedras preciosas en
la corona que llevaba puesta, en su cetro del poder, lo mismo que en su
pectoral, en sus pulseras, en sus tobilleras….y al que nadie se atrevía a mirar
de frente porque si lo hacían los llevaban a crueles torturas y quizás a la
muerte. Era el zipa Meiquechuca. El mismo que había sorprendido, junto con el
cacique Guatavita, a la mujer de éste, amándose con un guerrero en el tronco de un árbol en el
bosque. “La tiene recostada en el tallo y no la suelta. Ese hombre parece un león
y le hace lo que quiere” le dijo Meiquechuca a Guatavita mirando excitado la
escena a través de la maleza “Es muy bella su mujer. Tiene un cuerpo de diosa y
se deja hacer todo sin chistar” añadió Meiquechuca espiando con gran interés el
adulterio.
La
mujer gemía gozosa entre voluptuosos movimientos, y el guerrero le tapaba la
boca para que sus gritos no fueran oídos en la selva. “Ese maldito guerrero se
morirá hoy mismo” anunció Gatavita terriblemente enfurecido, queriendo ir a
sorprenderlos en el acto, pero Meiquechuca le dijo sereno “Espere cacique.
Ellos tienen que pasar por aquí y se darán cuenta que todo lo hemos visto.
Después podrá hacer lo que quiera”. Entonces Guatavita dijo “Espéreme un
momento Zipa Meiquechuca, voy a traer otro guerrero para que mate al amante de
mi mujer” y sin hacer ruido voló como una flecha entre la selva, trayendo en
poco tiempo a otro combatiente que estaba armado con una cerbatana de dardos
envenenados, flechas, un lazo de maguey y un cuchillo de piedra muy filoso. El cacique
miraba estremecido de celos, la dulce entrega de su mujer a otro indio de su
propia tribu, sus juegos adorables, sus inventos y posiciones, hasta que por
fin terminaron agotados y sudorosos, sentándose un rato en la maleza completamente
tranquilos.
Después
de veinte minutos se levantaron caminando despacio, hasta cruzar por donde
estaban ocultos el Zipa Meiquechuca, el
cacique Guatavita y el otro guerrero que obedecía las ordenes de su cacique.
Mientras
Guatavita cogía a su mujer, el otro guerrero se abalanzó sobre el indio traidor,
clavándole el cuchillo de piedra, primero en el pecho y después en el cuello
del que salieron potentes chorros de sangre saltando como fuentes enfurecidas
entre la maleza, la mujer y el Zipa.
Un
alarido estremecedor enmudeció de pronto la selva.
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