Cuando
ya todo estuvo listo para empezar la ceremonia, varios grupos de jovencitas iniciaron
una danza con pequeñas antorchas encendidas, que levantaban estirando los
brazos. Lo hacían alrededor del templo, inclinándose frente a la gran entrada
mientras los músicos sonaban los tambores, las flautas, las maracas, las
charrascas y los cuernos, al lado de ellas.
Un
poco retirados, otro grupo de jóvenes, prendía fogatas grandes con candela de colores. Las mantenían
vivas durante todo el rito porque habían traído abundante leña, palos y
troncos. Todo el pueblo encendió mas
antorchas poniéndolas en lo alto de las columnas y de los tallos de los àrboles
mientras decían roncos “Ho, ho. Ho, ho ho”, implorando para que el dios los
escuchara y llegara al templo. Y segúian repitiendo la misma fórmula
incansables todo el tiempo.
Los
sacerdotes dentro del templo, lavaban una larga y plana piedra donde acostarían
y amarrarían al niño fuertemente para evitar cualquier movimiento que
perjudicara el sacrificio. La perfumaban y rodeaban con flores que las mujeres
de las tribus habían traído como complemento y decoración. Cuando todo estuvo
listo, tomaron al niño de los brazos, acostándolo en la piedra y amarrándolo
con lazos de fibras de maguey.
Estaba
mudo y dócil. Se dejaba manipular sin decir ni una palabra, y sin llorar.
Seguidamente,
en un recipiente de oro, encendieron carbones que en poco tiempo se pusieron
incandescentes y en movimiento. Entonces derramaron sobre ellos una miel espesa
y blanca que originaba un humo denso de excelente aroma que todos querían aspirar
porque su efecto los ponía en alucinación y en contacto con el todo. Los cinco
sacerdotes y el cacique olieron el humo varias veces, inclinándose y empezando
a bailar alrededor de la piedra, entonando cantos que las jovencitas danzantes
acompañaban con sus voces.
Aquellas
danzas y cantos duraron cerca de tres horas, hasta cuando los sacerdotes,
poseídos por fuerzas desconocidas se acercaron a la piedra donde el niño estaba
amarrado. Uno de ellos le abrió de un solo golpe el pecho con el cuchillo, en
medio de un berrido espantoso del adolescente que golpeó las montañas,
estremeciéndolas y paralizando el bosque que enmudeció largo rato mientras las
nubes huían a lugares mas tranquilos evitando ser testigo de semejante trance.
Le
arrancaron apresuradamente el corazón tan palpitante, con el que salió a la
puerta del templo levantando los brazos para que todo el pueblo lo viera y lo
adorara.
El
pueblo entonces se echó en tierra, bendiciendo el sacrificio, mientras el
sacerdote mordía y tragaba un pedazo de corazón, siendo imitado por los otros
jeques que ya habían recogido la sangre del niño en totumas, bebiendo largos
sorbos con expresiones alucinadas y ofreciéndola al cacique y a las bailarinas
que la tomaban con ansia y sensualismo. Algunos guerreros también se acercaban
a beber un sorbo de aquella sangre de sol, sintiéndose poderosos e invencibles
porque habían sido bendecidos por el dios. Luego se retiraban a sus lugares,
mirando la sangre que había caído en sus vestiduras. “Somos héroes de dios”
pensaban dichosos.
Entonces
los Jeques, bendecidos por Xué, volvieron al cuerpo del niño, para terminar de destrozarlo
y entregarlo al pueblo que lo repartía en un festín y griterío inolvidable,
comiéndose su carne entre forcejeos y brutalidades sin nombre.
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