martes, 1 de diciembre de 2015

EL PAIS DE LA NIEVE Y LA MONTAÑA BRILLANTE 10 (La desconocida y fantàstica historia de los pueblos indìgenas de Columbus) LIBRO SEGUNDO



A lo lejos los asistentes vinieron venir a cinco jeques, vestidos con gran pompa y muchos colores, teñidos sus rostros de verde, azafrán y negro, llevando en las manos largos cuchillos brillantes, y en sus cabezas diademas de oro con una esmeralda reluciente en el centro. Los acompañaba el cacique Suamox que llevaba la vara del poder en la mano derecha. Era una vara larga de oro, con un diamante en la punta y en la que se apoyaba de vez en cuando, en las dificultades del terreno. Frente a el, todos se inclinaban reverenciándolo porque era sabio y prudente, y decidía las cosas con justicia.
Pronto entraron solemnes por el corredor del norte, mirados por la abigarrada multitud que se empujaba y se tumbaba en el suelo, creando un bárbaro desorden que nunca llegaba a calmarse porque todos querìan estar en los primeros lugares. Llegaron a la gran puerta del templo forrada con láminas de oro representando al sol, y que uno de los sacerdotes abrió con lentitud, dándole pomposidad y magnificencia al acto.
Otro sacerdote que tenía la cabeza muy levantada, con aire de imponencia y autoridad, traía de la mano a un niño de ocho años, dócil, muy manso. Su mirada estaba perdida y sonámbula, incapaz de comprender que dentro de poco iba a perder la vida entregándosela al sol. Le habían dado a beber de una yerba desconocida que le extraviaba la conciencia y la razòn. Venía acompañado por su padre y por su madre que lo entregarían felices en el altar del sol para que fuera sacrificado a ese dios. Lo habían criado exclusivamente para eso, como pasaba con muchos niños de la tribu, para que al cumplir la edad, fueran una ofrenda a Xué que los recibiría en sus brazos y los dejaría viviendo en su reino de luz y eternidad.
Ahí fue el alboroto y la algarabía inolvidable, porque todos querían ver al niño que prontamente se iría con el dios. Querían recordarlo en sus últimos momentos, llevarse su imagen que seguramente los bendecirìa. Deseaban grabar en el recuerdo sus facciones, sus movimientos, sus palabras y quizás sus lágrimas. Ese niño Era en ese momento un pequeño dios que se montaría en los rayos del sol, viajando a velocidades extraordinarias para encontrarse con Xué, su eterno padre. Sería mensajero del agradecimiento y el nuevo intérprete de la deidad.
Esos sacrificios de adolescentes se realizaban cada ocho días, cuando el sol alumbraba.
Suamox, el gran cacique, ayudado por los sacerdotes, recogió las ofrendas que el pueblo había traído, poniéndolas frente a un gigantesco sol de oro que los orfebres de la región fabricaron desde tiempos lejanos, exclusivamente para el templo.

Cuando ya todo estuvo listo para empezar la ceremonia, varios grupos de jovencitas iniciaron una danza con pequeñas antorchas encendidas, que levantaban estirando los brazos. Lo hacían alrededor del templo, inclinándose frente a la gran entrada mientras los músicos sonaban los tambores, las flautas, las maracas, las charrascas y los cuernos, al lado de ellas.





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