A
lo lejos los asistentes vinieron venir a cinco jeques, vestidos con gran pompa
y muchos colores, teñidos sus rostros de verde, azafrán y negro, llevando en
las manos largos cuchillos brillantes, y en sus cabezas diademas de oro con una
esmeralda reluciente en el centro. Los acompañaba el cacique Suamox que llevaba
la vara del poder en la mano derecha. Era una vara larga de oro, con un diamante
en la punta y en la que se apoyaba de vez en cuando, en las dificultades del
terreno. Frente a el, todos se inclinaban reverenciándolo porque era sabio y
prudente, y decidía las cosas con justicia.
Pronto
entraron solemnes por el corredor del norte, mirados por la abigarrada multitud
que se empujaba y se tumbaba en el suelo, creando un bárbaro desorden que nunca
llegaba a calmarse porque todos querìan estar en los primeros lugares. Llegaron
a la gran puerta del templo forrada con láminas de oro representando al sol, y que
uno de los sacerdotes abrió con lentitud, dándole pomposidad y magnificencia al
acto.
Otro
sacerdote que tenía la cabeza muy levantada, con aire de imponencia y autoridad,
traía de la mano a un niño de ocho años, dócil, muy manso. Su mirada estaba
perdida y sonámbula, incapaz de comprender que dentro de poco iba a perder la
vida entregándosela al sol. Le habían dado a beber de una yerba desconocida que
le extraviaba la conciencia y la razòn. Venía acompañado por su padre y por su
madre que lo entregarían felices en el altar del sol para que fuera sacrificado
a ese dios. Lo habían criado exclusivamente para eso, como pasaba con muchos
niños de la tribu, para que al cumplir la edad, fueran una ofrenda a Xué que los
recibiría en sus brazos y los dejaría viviendo en su reino de luz y eternidad.
Ahí
fue el alboroto y la algarabía inolvidable, porque todos querían ver al niño
que prontamente se iría con el dios. Querían recordarlo en sus últimos momentos,
llevarse su imagen que seguramente los bendecirìa. Deseaban grabar en el
recuerdo sus facciones, sus movimientos, sus palabras y quizás sus lágrimas. Ese
niño Era en ese momento un pequeño dios que se montaría en los rayos del sol,
viajando a velocidades extraordinarias para encontrarse con Xué, su eterno
padre. Sería mensajero del agradecimiento y el nuevo intérprete de la deidad.
Esos
sacrificios de adolescentes se realizaban cada ocho días, cuando el sol
alumbraba.
Suamox,
el gran cacique, ayudado por los sacerdotes, recogió las ofrendas que el pueblo
había traído, poniéndolas frente a un gigantesco sol de oro que los orfebres de
la región fabricaron desde tiempos lejanos, exclusivamente para el templo.
Cuando
ya todo estuvo listo para empezar la ceremonia, varios grupos de jovencitas iniciaron
una danza con pequeñas antorchas encendidas, que levantaban estirando los
brazos. Lo hacían alrededor del templo, inclinándose frente a la gran entrada
mientras los músicos sonaban los tambores, las flautas, las maracas, las
charrascas y los cuernos, al lado de ellas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario