Asì pasaron las horas hasta que fue anocheciendo.
Mas o menos a las ocho de la noche terminarìan las ceremonias
y entonces el pueblo saldría para invocar a su dios creador Saymaydodjira y
luego esperarìan la llegada de su dios Sabaseba, creador de la luz y de la vida
y organizador del universo. Sabaseba bajarìa
del cielo por una cuerda de pelos de animales que los Motilones habían añadido
y elevado al cielo para estar en continua comunicación con èl.
No fue mucho lo que tuvieron que esperar los
visitantes junto al cacique Ñatubay y a
los indios guardianes del pueblo.
A las ocho
salieron los aborígenes de las chozas habiendo terminado los ritos. Se les veia
cansados, hambrientos y ojihundidos por la dedicación puesta a comunicarse con
el universo.
Los viajeros
del còndor, se habían entretenido varias horas, mirando volar a la princesa
Zulia que estaba encantada con sus alas, sintiéndose semejante a una diosa y
semejante también al mas bello pájaro de la tierra. Volò mucho sobre el poblado
y por encima del bosque cercano mientras el Tunjo la acompañaba yendo a su lado,
porque aquella criatura tenía la facultad de elevarse en el aire y de ir por el
espacio como quisiera, sin necesidad de alas.
Aparte de eso el còndor también acompañò en sus acrobacias,
a Zulia. Le pareció mal quedarse en tierra cuando podía ir junto a ella enseñándole las tècnicas de vuelo que
eran muchas y de alta delicadeza. Y para redondear aquel paseo en la tarde que ya
iba terminando, también el pàjaro de mil colores iba allì, orgulloso de haberle
dado las alas a la princesa, cosa que hicieron junto con el Tunjo que se las
había prometido desde hacìa setecientos años y por fin había cumplido.
El cacique Ñatubay estaba feìz con aquella visita
interesante. No se iba de su lado porque estar junto a aquellos personajes lo
hacìa sentir dentro de una magia de cielo difícil de explicar.
De pronto todos los espacios entre las chozas
estuvieron invadidos por una incontable multitud que buscaba las montoneras de
piñas para comer de ellas y adorar de ese modo a su dios Saymaydodjira. Los
indígenas se fueron en tropel buscando aquellas frutas que en poco tiempo desaparecieron
de donde estaban.
Ahora los Motilones se arrodillaban donde podían,
para comer de la piña conseguida.
En poco tiempo el gran sacerdote, anciano de larga bata de
colores, aretes y nariguera de oro, y diadema hecha con plumas de águilas y
buhos, se encaramò en una alta roca, a
un lado del pueblo diciendo “Callad, callad un momento pueblo trabajador,
obediente y guerrero. Invoquemos el santo nombre de nuestro creador
Saymadodjira a quien le debemos la vida y el conocimiento. Le suplicamos
poderoso creador nuestro, que no nos desampares, que nos bendigas siempre, y
que en èste pueblo nunca falte nada” y la gente repetía “Ho,ho,ho,ho venerado
dios Saymaydodjira protèjenos de todos los peligros y saca cualquier mal que
haya en èste pueblo. Hazlo por favor, hacedlo ya”.
Ante semejante pedido, ocurrió algo asombroso.
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