Mientras se acomodaron encima del pasto y debajo de
loa àrboles, esperando la llegada del omnipotente Juyà y de su esposa Pulowi,
el dios Ewandama escuchò en su pecho y en lo hondo de su mente, sonidos de
tambores llegados de su tribu Waunana. Es que lo llamaban urgente porque su
presencia y sus enseñanzas era fundamentales para la vida diaria de la tribu,
de modo que buscando entre algunos àrboles y llamando a su hijo, el que no
hablaba, le dijo acercándosele al oído “debes quedarte un tiempo con nuestros
amigos los Wayuu. Ellos te darán una bella princesa a la que cuidan como su mas
valioso diamante, para que estès
contento en su compañìa todos los días de tu vida y para que animado y jubiloso
por su sonrisa y por el brillo de sus ojos, aprendas a hablar sabiamente como
hacen los hijos de los dioses. No puedes defraudarme, hijo mio. Yo irè a mi
pueblo porque me estàn llamando pero estarè pendiente de ti todos los días del
sol”.
Y sin pedir permiso, cogió las maracas mágicas haciéndolas
sonar muy suave, a la vez que pronunciaba palabras prodigiosas para que las fuerzas
del universo llegaran junto a el.
Inexplicablemente, mientras entonaba las maracas y decía las palabras, su
cuerpo se fuè haciendo transparente, alcanzando lo invisible hasta desaparecer por
completo de la vista de todos los que estaban allì. Nadie hablò pero todos
supieron por el tipo de rumor en las ramas de los àrboles cercanos, que había viajado a su pueblo Waunana donde lo
necesitaban urgente.
Al dia siguiente de que Ewandama se hiciera
invisible para viajar a su pueblo
Waunana, el cacique Anbaibe con sus hijos Nutibara y Quimunchù, trajeron a la
princesa Mile a la choza donde había dormido el hijo de Ewandama, para que la
conociera. Era bella como la luz de una estrella, como un àtomo sideral, y sus
movimientos eran semejantes a las altas palmeras. Estaba sin dote y tanto ella
como el cacique Anbaibe sabían que una unión entre el joven dios y la muchacha,
les traería incalculables riquezas de otros pueblos.
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