Caminaron
entonces a donde estaba el cóndor, impaciente.
Bajó
el ala para que los amigos subieran a su espalda. Cajamarca y Millaray se
encaramaron rápido acomdándose entre el caliente plumaje, y el buitre
comprendiendo todo, aleteó potente elevándose sin problemas por encima del
caserío. La gente gritaba abajo moviendo los brazos y saltando hasta que el
pájaro se perdió allá, por encima de los árboles y detrás de las colinas.
El
viejo dios ewandama de los indígenas Waunana había creado el mundo, los
animales y las plantas. Fue el dador de vida y la personificación del bien. A
su lado estaba siempre su hijo, un muchacho moreno, de fuerte musculatura,
anchas espaldas, pecho poderoso y ojos
penetrantes como los de las águilas. Podía
percibir cualquier olor a quince y veinte kilómetros, cosa que no hacía nadie
mas en ningún lugar del mundo, y el lo sabía. De el nunca se conoció su nombre
y se sentía afligido allí, porque sabía que en otros territorios, las cosas
iban mejor.
Vivía
junto a su padre Ewandama al que le dijo en una tarde tranquila ya casi
empezando a anochecer “Padre, usted debería crear mas hombres para que nos
acompañen y para que funden pueblos como lo hizo el gran dios Caragabi con los
Emberá-Catíos que viven no muy lejos de aquí”. “Hay mijo. Otra vez vienes con
tu molestadera?” respondió Ewandama realmente fastidiado, “pero voy a hacerte
caso ésta vez, para que al fin me dejes en paz. Cuando salga el sol de mañana,
empezaré a crear a los hombres, para que tengas compañía y no sientas la
soledad”. “Gracias padre. Ese es un favor que siempre te agradeceré” le dijo el
hijo, y se recostaron en la hierba disponiéndose a dormir entre los sonidos de
la selva y el bochorno de la noche.
Ewandama
no pudo descansar.
Se
la pasó pensando como inventar hombres perfectos, que le dieran realce a su
nombre por dondequiera que fuese, y como no logró concretar la idea de esa creación, se dijo que solamente crearía
mujeres que amaran mucho la naturaleza. Y con ésta decisión, logró por fin dormir
dos horas, que lo repusieron un poco.
Despues de eso salió el sol y Ewuandama poniéndose de pié llamó a su
hijo, que estaba cubierto con una grande hoja del bosque.
Lo
invitó a que lo acompañara a la orilla del rio. “Vamos hijo a la orilla del Baudó.
Voy a crear muchas mujeres para que te hagan compañía”. “Gracias padre. Miraré
como es que le das la vida a las mujeres, todo eso tengo que aprenderlo”.
Caminaron mas o menos veinte minutos entre la
selva, seguidos por el griterío de los animales sorprendidos por su presencia,
hasta llegar al rio. Se sentaron en la orilla, donde había arcilla blanca que
el dios Ewandama usaría enseguida. Se amarró el largo cabello blanco con una
fina fibra que encontró tirada por ahí, mientras sus manos se hundían en la
arcilla haciendo delgadas figuras a las que les daba un soplo, convirtiéndolas
en seres con vida que iban creciendo delante de ellos hasta tener la estatura normal de los hombres en menos de
un pensamiento.
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