lunes, 27 de octubre de 2014

EL PAIS DE LA NIEVE Y LA MONTAÑA BRILLANTE 56 (La desconocida y fantástica historia de los pueblos indígenas de Columbus)





Definitivamente convirtieron a los Emberá –catíos en un pueblo imaginativo que disfrutaba cantar, correr y hacer alabanzas a los dioses. Comprendieron la divinidad del universo y la magia metida en el.  Eran felices por haber aprendido cosas para la vida y haber entendido que podían usar su inteligencia y crecer en conocimiento.
Millaray y Cajamarca vivieron mas tiempo con ellos, dándose cuenta que raramente  a esa tribu la perseguía el espanto de Costé.

Costé había sido un indio gigante, muy moreno, de tres metros con dientes de oro brillantes, y con muchos cuchillos en sus brazos que usaba para cortar lo que se le antojaba.
Ese espanto le producía mucho miedo a la tribu y vivía acechando a los Emberá-Catíos en el bosque para secuestrarlos y llevárselos a su enramada. “Hoy tengo que robarme uno o dos indios para arrastrarlos a mi rancho. Los engordaré bien y me los comeré como siempre hago. Juajuajauajuajuajua” se reía llenando la selva con su sonido macabro mientras caminaba despacio encima de las hojas húmedas,  escondido detrás de los troncos, esperando a algún indio despreocupado que pudiera convertirse en su presa.
“Allá viene uno y no se ha dado cuenta que yo estoy aquí. Le llegó su turno al desgraciado”  se decía. Y trasladándose como lo hacen los fantasmas, sin hacer ruido y sin ser visto, agarró al indio del pelo, dándole un golpe de piedra en la cabeza para desmayarlo. El nativo cayó al suelo, y Costé le amarró con bejucos brazos y piernas para que no pusiera problemas al despertar. Se lo echó al hombro sin esfuerzo y diciendo palabras raras, se elevó en el aire con su carga que inexplicablemente sentía liviana igual que una pluma.
En menos de un momento llegó con el indio a su enramada donde vivía con su madre a la que le tenía prohibido hablar para que no fuera a delatarlo.
Bajó del aire poniendo al indio en un batea larga, parecida a una canoa. Estaba ensangrentada y con rastros de carne de otros indios matados por el.
Le quitó el guayuco y le cortó los testículos con un solo golpe de cuchillo, comiéndoselos inmediatamente entre eructos y asfixias satisfechas.
Ahí el nativo despertó gritando horriblemente poseído por el dolor y la impotencia, y dominado por Costé que no lo dejaba mover. Le puso hojas verdes en la herida y zumos de raíces para que la sangre le trancara.
Lo tuvo amarrado mucho tiempo, dándole carne gorda de otros indios que guardaba en grandes ollas de barro al pie de la hornilla donde su madre algunas veces hacía de comer “Le gusta ésta carne? Cierto que está buena?” le preguntaba al nativo entre risas y saltos de gusto. “Ah no, veo que no le gusta ésta carne. Entonces le traeré otra que tiene mejor sabor” y mirándolo otra vez y dejándolo bien amarrado en la batea, se metía en el monte demorándose algún tiempo.
Al volver, venía cargado con marranos salvajes y con un toro que hacía poco había matado con sus cuchillos, en las orillas de una laguna donde vivían los caimanes voladores.
Dejó todo eso a un lado de una pared de barro que formaba su enramada y acercándose al indio le dijo “Coma, coma de ésta carne para que se engorde rápido. Necesito que se engorde ligero para comérmelo enterito porque mantengo con mucha hambre, juajuajuajuajuajuajua” terminaba con carcajadas ruidosas, yéndose por ahí, entre los árboles y las rocas con sus ojos muy rojos de los que de vez en cuando saltaban chispas amarillas que encendían las hojas secas tiradas en el suelo.
Ya se había comido a muchos indios a los que destrozaba en la batea. Se bebía su sangre entre sordos respiros y alucinaciones desequilibradas.

A diferencia de los indios que engordaba, Costé no alimentaba a su madre. Ella era una mujer muy flaca, los puros huesos, y casi no podía moverse por la debilidad que mantenía. Solo comía raíces, hojas y los huesos pelados de los indios. Algunas veces probaba pedazos de frutas que los monos salvajes le llevaban.





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