Definitivamente
convirtieron a los Emberá –catíos en un pueblo imaginativo que disfrutaba cantar,
correr y hacer alabanzas a los dioses. Comprendieron la divinidad del universo
y la magia metida en el. Eran felices por
haber aprendido cosas para la vida y haber entendido que podían usar su
inteligencia y crecer en conocimiento.
Millaray
y Cajamarca vivieron mas tiempo con ellos, dándose cuenta que raramente a esa tribu la perseguía el espanto de Costé.
Costé
había sido un indio gigante, muy moreno, de tres metros con dientes de oro
brillantes, y con muchos cuchillos en sus brazos que usaba para cortar lo que
se le antojaba.
Ese
espanto le producía mucho miedo a la tribu y vivía acechando a los
Emberá-Catíos en el bosque para secuestrarlos y llevárselos a su enramada. “Hoy
tengo que robarme uno o dos indios para arrastrarlos a mi rancho. Los engordaré
bien y me los comeré como siempre hago. Juajuajauajuajuajua” se reía llenando
la selva con su sonido macabro mientras caminaba despacio encima de las hojas
húmedas, escondido detrás de los
troncos, esperando a algún indio despreocupado que pudiera convertirse en su
presa.
“Allá
viene uno y no se ha dado cuenta que yo estoy aquí. Le llegó su turno al
desgraciado” se decía. Y trasladándose
como lo hacen los fantasmas, sin hacer ruido y sin ser visto, agarró al indio del
pelo, dándole un golpe de piedra en la cabeza para desmayarlo. El nativo cayó
al suelo, y Costé le amarró con bejucos brazos y piernas para que no pusiera
problemas al despertar. Se lo echó al hombro sin esfuerzo y diciendo palabras
raras, se elevó en el aire con su carga que inexplicablemente sentía liviana
igual que una pluma.
En
menos de un momento llegó con el indio a su enramada donde vivía con su madre a
la que le tenía prohibido hablar para que no fuera a delatarlo.
Bajó
del aire poniendo al indio en un batea larga, parecida a una canoa. Estaba
ensangrentada y con rastros de carne de otros indios matados por el.
Le
quitó el guayuco y le cortó los testículos con un solo golpe de cuchillo,
comiéndoselos inmediatamente entre eructos y asfixias satisfechas.
Ahí
el nativo despertó gritando horriblemente poseído por el dolor y la impotencia,
y dominado por Costé que no lo dejaba mover. Le puso hojas verdes en la herida y
zumos de raíces para que la sangre le trancara.
Lo
tuvo amarrado mucho tiempo, dándole carne gorda de otros indios que guardaba en
grandes ollas de barro al pie de la hornilla donde su madre algunas veces hacía
de comer “Le gusta ésta carne? Cierto que está buena?” le preguntaba al nativo entre
risas y saltos de gusto. “Ah no, veo que no le gusta ésta carne. Entonces le
traeré otra que tiene mejor sabor” y mirándolo otra vez y dejándolo bien
amarrado en la batea, se metía en el monte demorándose algún tiempo.
Al
volver, venía cargado con marranos salvajes y con un toro que hacía poco había
matado con sus cuchillos, en las orillas de una laguna donde vivían los
caimanes voladores.
Dejó
todo eso a un lado de una pared de barro que formaba su enramada y acercándose
al indio le dijo “Coma, coma de ésta carne para que se engorde rápido. Necesito
que se engorde ligero para comérmelo enterito porque mantengo con mucha hambre,
juajuajuajuajuajuajua” terminaba con carcajadas ruidosas, yéndose por ahí,
entre los árboles y las rocas con sus ojos muy rojos de los que de vez en
cuando saltaban chispas amarillas que encendían las hojas secas tiradas en el
suelo.
Ya
se había comido a muchos indios a los que destrozaba en la batea. Se bebía su
sangre entre sordos respiros y alucinaciones desequilibradas.
A
diferencia de los indios que engordaba, Costé no alimentaba a su madre. Ella era
una mujer muy flaca, los puros huesos, y casi no podía moverse por la debilidad
que mantenía. Solo comía raíces, hojas y los huesos pelados de los indios.
Algunas veces probaba pedazos de frutas que los monos salvajes le llevaban.
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