Esas
jovencitas pondrían a funcionar los secretos del embrujamiento amoroso. El
embeleso y el arrobo. Solo el que pudiera resistir semejantes ofrecimientos,
sería el gran cacique-emperador de los Guane.
La
noche pasò fría, alumbrada con la luz indiferente de una luna triste a la que
nada le importaba porque su rutina y soledad la tenían cansada.
Por
la mañana, en cambio, salió un sol brillante, casi quemante por su color
ladrillo encima de las montañas.
Las
tribus madrugaron mucho entrando a las cocinas, haciendo de comer en las
hornillas y en las fogatas con todo lo que encontraban. Pedazos de animales de
monte, carne de marranos, de vaca, de ovejo, además de papas, alverjas,
fríjoles, arracachas y también frutas que muchos aprovechaban al pasar.
En
los alrededores prendieron fogatas para tener carbón. Asarìan mas carne de
animales traìdos del monte. Gurres, venados. Cocinaban también en grandes ollas
de barro, plátanos, yucas, entre un griterío inolvidable, en medio de carreras
apresuradas, òrdenes que van y vienen, viajes de leña, lloros de niños, gritos
de mujeres.
En
la maloca, mas de cincuenta jovencitas eran maquilladas y vestidas por las
mujeres conocedoras de trucos de belleza. Ponían deseables a las niñas que hoy
cumplirían una enloquecedora labor. Serían ellas las electoras definitivas del mas alto
cacique Guane.
Muy
temprano la gente vio a los caciques Butaregua, Pomareque, Babasquezipa, Corbaraque
y Poima, desayunando abundante entre una charla imparable al lado de una choza
algo alejada del caserío.
Los
vieron poniéndose sus diademas de oro y esmeraldas, sus aretes, sus tobilleras,
sus pulseras que lucirían, porque hoy sería un dia famoso en la historia de sus
tribus.
En
la gran maloca las jovencitas ya estaban listas. Con sus embrujamientos y embelesos
cautivarían al hombre mas duro e invulnerable de aquellos pueblos.
De
modo que las mujeres jefes las dividieron en grupos, indicándoles a donde debían
ir. Reían voluptuosas y encandiladas las niñas entre el tintineo de sus aretes,
de sus tobilleras, de sus pulseras que las ponían delicadas y dulces. Iban
maquilladas con rayitas artísticas de colores en sus mejillas, en sus ojos, en
los brazos. Llevaban diademas de oro, mucho brillo en los ojos, y plumas de mil
colores colgaban de sus cabellos. Sus cuerpos estaban perfumados con esencias
de flores del bosque. Eran ninfas secretas, dueñas de los destinos masculinos. Llevaban
pequeñísimos tambores de sonidos casi ocultos, flautas de cañas finas, conchas
de caracoles con las que harían canciones provocadoras entre el indefinido embrujamiento
del amor.
Allá
iban las niñas de doce a dieciséis años riendo felices y esperanzadas.
Un
grupo se fue a la orilla del rio junto a las gigantescas piedras donde muchas parejas
hacían el amor apenas empezando el dia cuando el sol se asomaba, o a la luz de
las estrellas entre los gritos de las chicharras y el escándalo de los micos en
la selva cercana.
Otro
grupo de niñas caminó al bosque, a los prados donde jugaban a la flecha, a la
lanza y a la pelota de goma, mientras en los descuidos las mujeres se volaban
con los hombres, haciendo el amor en los troncos o en la maleza.
Otro
grupito se fue a lo alto de una colina, cómplice en los juegos del sexo de los
caciques con las mas jóvenes de las tribus, a las que coronaban y bendecían entre los quejidos desfallecientes
de ellas.
Las
demás se quedaron detrás de algunas chozas haciendo coqueterías a los indios para echar a correr esperando que las
siguieran. También buscaron sitios en la maloca que había quedado vacía según
las normas del pueblo para la elección del cacique.
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