Y
fue ahí cuando la multitud se alegró “Hurraaaa, hurraaaa, ya un indio mató un caimán. Ya mataron un
caimán. Eso hay que celebrarlo” gritaba la multitud gozosa. “Eso quiere decir
que seguirá la competencia en el bosque de las serpientes. Cuantos hombres han
quedado después de la batalla?”. “No sabemos. Tenemos que contarlos, dijo el
brujo mayor”.
Los
sobrevivientes salieron de la laguna, oyendo que otro indio había matado a su bestia.
“Solo dieciocho han quedado” gritó el cacique Corbaraque con su enorme voz .
“Los caimanes devoraron mas de cincuenta jóvenes, así vemos quienes son los mas
fuertes ahora. Vamos, vamos entonces al
bosque de las serpientes porque allá habrá algo bueno que no nos perderemos”
gritaba Corbaraque invitando a la muchedumbre algo embrutecida por la chicha,
el frio y por el sereno de la honda noche.
Los
luchadores iban adelante, cansados pero listos a las otras batallas.
Ahora
se enfrentarían a grandes y peligrosas serpientes de todos los colores y especies.
En el bosque donde ellas vivían, morirían mas muchachos, era seguro, pero
cuando hubiera un vencedor, saldrían a descansar el resto de la noche.
La
multitud caminó alrededor de veinte minutos llegando a un bosque cerrado donde
los combatientes con antorchas encendidas ahuyentarían a los ofidios, quizás
poniéndolos rabiosos pero desafiantes. Llevaban también mallas de bejucos
resistentes, cuchillos de piedra, flechas envenenadas y mazos, especiales para
esa batalla.
Percibiendo
el alboroto de la indiamenta, viendo la luz y sintiendo el calor de las
antorchas, muchas serpientes huyeron a lo hondo del bosque donde estarían
tranquilas, pero otras se quedaron retadoras enderezando sus cuerpos por encima
de la alta maleza, incitando al enemigo, sacando la lengua como fuego eléctrico,
enviando chorros de veneno a la distancia, listas a lanzarse sobre los
guerreros como rayos y a matar como solo ellas sabían hacerlo. “Ayyyyy,
ayyyyyy. Me alcanzó una con sus colmillos y con su veneno, me muero, me muero.
Ayúdenme, ayúdenme , no me dejen solo”. Gritaba un muchacho, agonizante, revolcándose
en el suelo por el dolor y por una sensación de fuerte quemazón que le retorcía
los músculos y le envenenaba la sangre.
De
su boca le salía baba cayendo en hilos gruesos al suelo. Los ojos los
tenía muy abiertos, salidos de sus órbitas, rojos, enloquecidos. Pero nadie podía ayudarlo en éste caso. Los guerreros aspirantes a
cacique-emperador sabrían defenderse solos, así que nadie les ayudaba.
Y
luego otro gritó “Me clavó el veneno esta malditaaaa. Como me dueleeee, me voy
a morir, tengo asfixia. Vengan, vengan ayúdenme” y se mecía borracho, con la
visión nublada, hasta caer encima de las hojas y la maleza, totalmente inerte y
con la piel entre amarilla y enegrecida por el veneno. Muchos bichos vinieron
caminando sobre el, como sobre cualquier tronco, haciendo parte del buen banquete,
chupando los líquidos del joven, mientras los otros buscaban capturar a otra
enorme serpiente para un combate inolvidable.
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