“Divinos
hijos de Are, quieren acompañarnos ésta noche al combate con los cocodrilos y
las serpientes?” gritó de pronto el cacique Macaregua, muy desparpajado, asomándose
a la puerta de la choza donde estaban los jóvenes Cajamarca y Millaray no bien
despiertos todavía. Se había tomado varias totumadas de chicha y eso le daba
valor para acercarse a la puerta y hablar duro. “Los jóvenes que aspiran a ser
el gran cacique, empezarán las pruebas aprovechando la presencia de ustedes que
para ellos es muy importante” dijo Macaregua, viendo como los dos jóvenes se
alistaban abrigándose con largas y gruesas ruanas de colores para salir entre
la gente que los esperaba en un bullicio inolvidable.
Cuando
salieron a la puerta, el enorme griterío se encaramó al espacio, destruyendo
las nubes y volviendo añicos el viento, mientras centenares de antorchas de
luces amarillas y color ladrillo se alzaron en los brazos de los hombres,
iluminando la noche que estaba muy profunda.
Notando
la multitud, que los hijos de Are ya habían descansado y que salían a acompañarlos
en las competencias de elección, caminaron hasta un valle cercano, empujándose,
riendo, silbando y gritando, como pasaba en casos como éste. Cajamarca y
Millaray iban acompañados por los caciques de las tribus presentes, por los
sacerdotes, los ancianos y las mujeres mas jóvenes de aquellas tribus.
Pronto
estuvieron cerca a una laguna no muy grande, de agua embarrada, fétida y
espesamente enmalezada. Habían troncos formidables, como gigantes caidos, gigantescas
piedras testigos del mundo, y rocas como impresionantes laberintos, donde habían mas de quince caimanes
escondidos, con los ojos alerta esperando la presa que pronto tendrían en sus jetas
tan abiertas.
Los
combatientes, se meterían a la laguna, dispuestos a la victoria, o a la muerte, dedicada a sus dioses. “Los caimanes los devorarán. Están
hambrientos de carne india” se escuchaba por ahí. “Quien será capaz de ganarle
a los cocodrilos, con la fuerza tan bestial que tienen?” decía una muchacha con
los ojos muy abiertos, abriéndose campo entre todos, que no le hacían ningún caso.
Miraba el chapotear de esas bestias disimuladas entre tanto obstáculo, listas
para el banquete que veían venir entre las luces azarosas de las antorchas.
De
pronto . . . . . inesperadamente, se hizo el desconcierto entre la laguna, encima de las
piedras, los troncos y las rocas, y también en sus orillas.
Gritos
pavorosos y sonidos de batalla, salían de muchas partes, porque la lucha
empezaba sin anunciarse. Ya los elegidos estaban metidos en el agua podrida
esperando a sus enemigos. “hurraaaaaaa caciques. Maten a los cocodrilos, o
ellos se los devorarán a ustedeees”. “La batalla se puso buena. Esto si es una
fiesta que no nos perderemos aunque también la muerte quiera arrastrarnos al infierno”
decían entre gritos sordos, encendiendo mas antorchas, caminando entre el humo cegador
y las luces amarillas danzantes con el vieento.
Mas
de cincuenta muchachos habían saltado al agua arrojando las redes de bejucos
encima de los sauarios queriendo inmovilizarlos, aprovechando su desconcierto,
sus movimientos irracionales y poderosos y sus jetas tan abiertas en espera de gruesos y
suculentos bocados. Les lanzaban flechas
y les hundían lanzas que les quedaban clavadas en las gargantas,
enfureciéndolos como a demonios.
Y
los caimanes venían en tropel, entre la horrible confusión, entre las luces y
las sombras de las antorchas abríendo mas las fauces como si ya sus gargantas no
estuvieran clavadas con las flechas envenenadas que los hacían retorcer lanzando
sonidos del fin de la vida.
Lo
que querían era destrozar a su enemigo de un solo tarascazo. Devorárselos como lo
harían con un indefenso animalillo y mostrar
que definitivamente ellos eran los dueños de la
laguna.

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