Ahí
fue el asombro, el reir, la malicia colectiva, porque viendo al indio Guane acompañado por el jefe
Muzo al que todos conocían, y al ver a Cajamarca y a Millaray, no supieron que
pensar ni como hacer nada. Entonces el indio viajero comprendió a las tribus y
gritando a todo pulmón dijo “A mi me mandaron al pueblo de los Muzos para que
invitara al cacique de allá a la elección que haremos de nuestro máximo jefe.
El noble anciano ha venido, como ven, pero como allá estaban los hijos del dios
Are, que viajan en el cóndor de las estrellas, nos invitaron a que nos
viniéramos con ellos porque quieren darse cuenta como se elige a un cacique en
éstas tierras.
“Ellos son hijos de Are, el dios de los
Muzos?” preguntó uno, perdido en la multitud. “Si, son hijos de Are y tenemos
que estar contentos por que hayan venido en ésta fecha. Ellos como hijos de los
dioses, pueden ayudarnos en la elección”. “Pero bajen, bajen ya para atenderlos
como se debe” gritó el bravo cacique
Macaregua, abriéndose paso entre la gente tan apretada que no permitían ni un
respiro.
Ya
el cóndor había bajado el ala y Cajamarca y Millaray bajaron primero, para
enseñarle al anciano jefe Muzo y al indio mensajero como debían hacer para
llegar suaves al suelo.
Al
ver a los jóvenes tan cerca de ellos y sabiendo ahora la multitud, que eran
hijos de Are, se inclinaron sin levantar la vista porque creían que si lo
hacían, serían quemados por los rayos del cielo y matados en menos de un
momento por los celosos dioses.
El
anciano también bajo, y el indio al lado de él.
Entonces
El cacique Macaregua invitó a los otros caciques, Corbaraque, Babasquezipa,
Poima, chalalá, Butaregua y Chanchón para que vinieran y ayudaran a atender a
los dos jóvenes hijos de Are.
Sin
mirarlos de frente, los caciques los llevaron a un grande rancho donde vivía el
jefe de los brujos con su mujer y una niña de trece años, tal vez la mas linda
de su tribu. En un momento cubrieron el suelo con esteras, ruanas y cobijas,
además de hamacas amarradas de gruesos postes que sostenían el techo, para que se
metieran ahí y descansaran, mientras el cóndor volaba a un bosque cercano donde
se relajaría del vuelo, siendo perseguido por muchos indígenas que no dejaban
de asombrarse mirándolo calladamente.
Millaray
y Cajamarca no decían nada. Solo se miraban entre cortas sonrisas, sintiendose
tratados como los hijos del dios Are.
Durmieron
largo rato en el silencio de la gente, hasta que otra vez despertaron, siendo
ya el anochecer.
El
Tunjo lloraba de frio porque se había quedado desarropado, y eso lo ponía de
mal genio. Millaray se dio cuenta, y lo cobijó bien, envolviéndolo en las
gruesas ruanas.
El
pájaro de mil colores se había parado en un palo saliente cerca al techo de la
choza, donde se le veía tranquilo. Había comido insectos y pedazos de frutas maduras
de los árboles.
Afuera
se veía una gran iluminación de antorchas y fogatas.
Las
tribus cocinaban en grandes ollas de barro la comida comunitaria en la que
todos ayudaban trayendo alimentos, manteniendo el fuego, cargando leña,
soplando la candela, dando de comer a los niños y a los animales que caminaban
entre ellos tranquilamente. Eran los marranos, los ovejos, las gallinas, los
loros, las guacamayas, las vacas que se atravesaban quitándole espacio a la
gente y comiéndose las provisiones que
encontraban en los rincones de las cocinas y a los lados de las chozas.
“Divinos hijos de
Are, quieren acompañarnos ésta noche al combate con los cocodrilos y las
serpientes?” gritó de pronto el cacique Macaregua, muy desparpajado, asomándose
a la puerta de la choza donde estaban los jóvenes Cajamarca y Millaray no bien
despiertos todavía.
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