Entonces
el zipa Meiquechuca se bajó del trono, ungiendo él mismo su cuerpo con un
aceite vegetal extraido de plantas sagradas. Luego caminó hasta un lecho
cubierto con una gruesa capa de polvos de oro donde se acostó revolcándose
varias veces quedando su cuerpo totalmente cubierto de oro. Al levantarse parecía
una viva estatua de oro refulgiendo a la luz del sol.
Mientras
el Zipa hacía eso, el pueblo se volteaba de espaldas a la laguna para no verlo,
porque era grave pecado que los ojos humanos se posaran sobre la figura del
dorado monarca.
Ahí
el príncipe se acercó a las aguas, subiéndose a la balsa de donde se había
bajado el cacique Guatavita hacía un momento, y donde los sacerdotes y los
brujos habían puesto anillos, pulseras, pectorales, tobilleras, coronas y hasta
flechas de oro además de esmeraldas y otras piedras preciosas desconocidas, para
que con todo ello rindiera culto a la diosa de la laguna, Chie, su nueva
protectora.
Remó
lento y suave hasta el centro de la laguna donde se quedó quieto un momento,
estableciendo comunicación con los poderes superiores, empezando luego a
arrojar una a una las ofrendas de oro y las piedras preciosas envueltas en
plegarias dichas en susurros, para que cayeran bendecidas al fondo de las
aguas.
Mientras
tanto las gentes que estaban en las riberas con las espaldas vueltas a la
laguna, arrojaban también hácia atrás sus ofrendas de oro y las piedras preciosas
entre sus cánticos y oraciones con el fin de que la diosa les escuchara sus
pedidos sin tener la osadía de mostrar sus caras que mantenían en alto mirando
al espacio que en éste momento estaba sereno.
Cuando
los ricos objetos fueron arrojados totalmente al lago, el Zipa saltó elástico desde
la balsa, sumergiéndose en las aguas, dejando en la superficie de las ondas el
polvo de oro que le cubría el cuerpo.
Nadaba
semejante a los grandes peces y así, después de un momento de nado poderoso, volvió
a la balsa acomodándose con las piernas en loto y remando hasta la ribera donde
se bajó, dichoso y poseído por una fuerza extraña, quedando en el lago una mancha amarilla que
hacía brillar las ondas como si fueran de oro fundido.
Entretanto
las hogueras ardían crepitantes mandando al cielo las llamas retorcidas que
iban a perderse misteriosas en el viento entre chispas de colores; el humo perfumado
como nube de incienso tapaba la luz del sol, y los ecos multiplicados de la naturaleza,
muy confusos resonaban encima del agua, en los valles cercanos, en el espacio y
en las colinas.
El
estruendo de los cánticos sagrados, de los cuernos, de los tambores, de los
gritos implorantes y de las flautas era inolvidable. Todos llevarían en su
mente y en su corazón, la gloria de esos sacrificios que los ponían en armonía
con las estrellas y con el universo total.
Terminada
la ceremonia, el rey y los vasallos se entregaron a la alegría, a la bebida fermentada
de maíz. La chicha que corría a torrentes entre el pueblo que gritaba bailando,
saltando y riéndose escandalosos.
Despues de dos o tres días de jolgorio alrededor del agua y entre las
fogatas que no dejaban apagar para que no les faltara la luz, la comida
caliente y el calor, el rey fue conducido por los súbditos a su fortaleza de
gruesos troncos, cónico techo de paja fina y esteras de colores donde
descansaría sin molestias.
No
era el regreso tan ordenado y solemne como había sido la marcha a la laguna. La
gente iba borracha y sin muchas fuerzas buscando el pueblo con ganas de echarse
a dormir y a descansar muchas horas.
Hay
que decir que bajo las aguas de la laguna yacen todavía los tesoros
que allí fueron arrojados en esos tiempos por tribus enteras. Sin embargo parece
que Xué, el dios del sol, y Bochica velan sobre ellos para que nadie los profane.
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