La
gente también se tendió en tierra después de elevar los brazos al cielo y
después de gritar plegarias dando la bienvenida al pájaro planetario.
Así
mantuvieron un tiempo hasta que el cacique Guatavita dijo a la gente cercana “Ahora entiendo que tenemos
permiso de los dioses para el ritual a la diosa Chie” y mirando a todo lado
descubrió al cóndor un poco lejos, sobre una colina boscosa, donde estaba algo
escondido por altos y gruesos árboles.
El
pueblo también se puso de pie haciendo venias y oraciones en dirección a la
colina donde estaba el cóndor. Le pedían permiso para comenzar el ritual.
Ya
reunidos en las orillas, el cacique Guatavita se montó de un salto en una balsa
larga y ancha muy resistente, fabricada con largos troncos y asegurada con juncos
de reconocido aguante. Navegó solo, remando
poderoso hasta el centro de la laguna donde se arrojó decidido, hundiéndose
varios metros en el líquido, saliendo luego rápidamente entre las burbujas y los sonidos de cristales
rotos, subiéndose otra vez a la balsa donde frotó su cuerpo con oro en polvo
que llevaba en una olla de barro, hasta quedar completamente brillante, como
una estatua viviente de oro.
Estando
así de reluciente con los rayos del sol reflejándole, se ponía semejante a un
dios acabado de llegar del polvo de las estrellas. Se alistó para lanzarse otra
vez a lo profundo del líquido, ofreciendo de antemano a la diosa Chie el oro
que llevaba pegado en su cuerpo. “Perdóname esposa mia por todo lo que pasó, estabas
cansada conmigo por mis borracheras y me fuiste infiel por eso. Sé que soy el
culpable de tus actos.
Ahora
que estás en el fondo de la laguna te rindo tributo con las riquezas de la
tribus que las dejan en tus aguas para que a tu vez las des a los dioses que te
acompañan donde estás. No nos olvides Chie. No nos abandones” decía Guatavita
mirando las suaves ondas estrellarse en las orillas, donde morían por el golpe con
la tierra.
De
nuevo se arrojó al agua demorándose mucho en el fondo, pretendiendo ver a la
diosa, que era invisible para el. Entonces salió otra vez junto a la balsa a donde
se subió de un salto, para hundir su mano en otra olla de barro llena de
esmeraldas, diamantes y otras piedras preciosas que iba lanzando al agua una a
una, entre oraciones y plegarias para que su pueblo fuera bendecido por los
dioses.
Al
terminar remó fuerte a la orilla, donde se bajó de otro salto dándole paso al
zipa, al gran rey que también haría su ofrenda.
Millaray
y Cajamarca se habían confundido en la multitud mirando la fiesta. “Así como ha
hecho el cacique, también haremos nosotros para que Chie nos bendiga y nos vaya
bien en la búsqueda de la montaña brillante” dijo Millaray al oído de Cajamarca
para que nadie los oyera. “Si, eso mismo haremos, pero pongamos cuidado
a ver que mas hacen y así imitarlos bien”.
En
las hogueras echaban plantas resinosas de aromas penetrantes que flotaban en el
aire. Era como una nube de incienso de fuerte fragancia, entre el resonar de
cuernos y flautas como trompetas, y entre cánticos sagrados de los sacerdotes,
de las mujeres y del pueblo entero.
Entonces
el zipa Meiquechuca se bajó del trono, ungiendo él mismo su cuerpo con un
aceite vegetal extraido de plantas sagradas. Luego caminó hasta un lecho
cubierto con una gruesa capa de polvos de oro donde se acostó revolcándose
varias veces quedando su cuerpo totalmente cubierto de oro. Al levantarse parecía
una viva estatua de oro refulgiendo a la luz del sol.
Mientras
el Zipa hacía eso, el pueblo se volteaba de espaldas a la laguna para no verlo,
porque era grave pecado que los ojos humanos se posaran sobre la figura del
dorado monarca.
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