“Deben adorarme porque los poderosos dioses
del universo me han convertido en diosa del agua, para servirles a ustedes. Mi
nombre es Chie y desde mi laguna cuido de los hombres y de toda la gente de las
tribus”.
Entonces
se hizo costumbre celebrar ofrendas en la laguna.
Las
tribus llevaban figuras de oro trabajadas con mucho arte, esmeraldas y toda
clase de piedras preciosas que le entregaban al sacerdote para que las bendijera
y las diera a Chie, dejándolas caer en la laguna, como intermediario que era entre
el pueblo y la diosa acuática.
El
Jeque oraba entonces tres días seguidos, con sus noches, acompañado por las
tribus alrededor de la laguna, donde encendían fogatas y donde el pueblo
danzaba y se embriagaba incansable, llegando muchos a estados increíbles de
transportación que les permitía comunicarse directamente con la naturaleza y conocer
sus secretos mas hondos.
Terminados
esos tres días, el sacerdote y muchos del pueblo, lanzaban el oro y las piedras
preciosas a las aguas, entre cánticos profundos y entregas humanas en adoración
pocas veces vista.
La
diosa Chie y su hija, con la cólera eliminada por las ofrendas recibidas, por
los ritos y oraciones escuchadas, y por las danzas ofrecidas en su honor, perdonaban entonces a los hombres, guardando
las riquezas en lugares desconocidos para dárselas mas tarde a los dioses, que
las recibían con satisfacción devolviéndoselos después a la tierra,
multiplicados en gran manera.
Esto
dio origen a la ceremonia religiosa conocida como la leyenda de “El Dorado”.
Ese
rito, los sacrificios, las danzas, los ricos ofrecimientos sacados de la tierra
y llevados allí, era lo que empezaban a ver Cajamarca y Millaray sentados en las
espaldas del cóndor de los Andes mientras volaban despacio entre algunas nubes
gruesas.
Las
tribus iban cargando en su trono al zipa Meiquechuca, gran jefe de la
federación de tribus de los alrededores de Bacatá, mientras al frente iba el
cacique Guatavita rodeado de mucha gente, caminando con una lanza de oro en una
mano y el cetro de la autoridad en la otra.
Iba
vestido con accesorios de oro y esmeraldas.
Llevaba
puesta su corona de oro, largos collares, grandes aretes, nariguera.
Su
pecho y espalda los tenía cubiertos por láminas de oro brillantes bajo el sol.
Llevaba también tobilleras y un orgullo humilde en el pecho porque sabía que
así debía ser ante los dioses.
Viendo
el pueblo al inmenso cóndor volar sobre ellos, quedó perplejo pensando que los dioses les habían
enviado un pájaro de las estrellas para que los acompañara en sus rituales y en
sus festejos que le hacían a la diosa del agua.
El
zipa Meiquechuca se congestionó, mirando al gran pájaro que lo hechizaba, y sin
dudar ordenó que pusieran el trono en tierra porque necesitaba estar en
contacto con el prontamente.
Los
indígenas obedecieron al instante bajando el trono cerca a la orilla. Entonces el
Zipa se levantó con majestuosa actitud, poniendo los pies en la tierra y
elevando los brazos al pájaro que seguía rodeando la laguna en un vuelo
apacible y poderoso. Después Meiquechuca se tendió boca abajo en el suelo, estirando
los brazos a los lados de su cabeza y juntando las piernas, rindiendo adoración
a los dioses desconocidos que habían mandado al buitre celeste para que los
acompañara en los sacrificios.
La
gente también se tendió en tierra después de elevar los brazos al cielo y
después de gritar plegarias dando la bienvenida al pájaro planetario.
Así
mantuvieron un tiempo hasta que el cacique Guatavita dijo a la gente cercana “Ahora entiendo que tenemos
permiso de los dioses para el ritual a la diosa Chie” y mirando a todo lado
descubrió al cóndor un poco lejos, sobre una colina boscosa, donde estaba algo
escondido por altos y gruesos árboles.
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