Es el magnate de la montaña, el dueño del
poder en la jungla. Anda descalzo y nada lo hiere porque su piel es resistente
como la de un rinoceronte. Viaja colgado de los bejucos a altas velocidades; semeja un jaguar trepando
por troncos y elevadas rocas. Es un semibárbaro de tres metros de altura y
pecho peludo quemado de sol, curtido de viento y lluvia. Cubre su cuerpo con
pieles de osos con los que ha peleado cuerpo a cuerpo y vencido en limpia
batalla. A veces usa pieles de jirafas o elefantes capturados con trampas
inteligentemente elaboradas.
Lava su barba y largo
cabello con jabones y espumas aromáticas
traídas de finas tiendas Europeas. En
oportunidades usa perfumes importados
de París, Tokio o Hong Kong. Le gustan mucho por sus efluvios hipnotizantes y
por sus delicadas fragancias que le recuerdan viejos tiempos. Tiene muchas de
ellas en su caverna.
“ De donde vienen ?” les
preguntó con mala cara a dos jovencitos que encontró caminando cerca de su
cueva. “De la ciudad del humo, al otro lado de la montaña” contestaron nerviosos. “ Y para donde creen que van?”. “ A
la cumbre”, dijeron los niños cogiéndose de las manos. “Pero usted quién es?”.
“No tienen porqué hacerme esa pregunta, es faltarme al respeto. Soy el dueño de
la montaña, el hombre mas poderoso de éste país y para que puedan estar aquí
tienen que obedecer lo que les diga. Les ordeno que me sigan sin chistar. Si
pretenden huir o burlarse de mi, le ordenaré a los cangrejos gigantes que los
devoren. Tengo un estanque al lado de mi caverna y están hambrientos porque
hace siete días que no comen, de modo que compórtense bien o si no, acabarán
triturados por sus enormes tenazas”. Los jovencitos se intimidaron, las piernas
les temblaron y la voz se les fue, pero entendieron que en ese caso debían
obedecer. No había otro remedio.
El hombre caminò afanado entre la maleza y los
árboles apartando ramas y bejucos con brusquedad en la penumbra de las tres de
la tarde. Se metía en la maraña con potente fuerza. Saltaba en las rocas bajando
semejante a las cabras salvajes; sus pasos largos y ruidosos obligaban a los niños a
correr. No se daban cuenta de las heridas que se les abrìan en los brazos, en
las piernas ni de las lastimaduras hechas por los árboles o las piedras del
camino, sin embargo le rogaron que parara un momento para descansar. El hombre
no les hizo caso. Los miró malgeniado diciéndoles: “Bajen por aquí, muévanse,
ya vamos a llegar”.
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