“Toda esta tierra que ves y la que se extiende allende los confines, en las escarpadas montañas,
fue sometida desde tiempos inmemoriales por la sabiduría de mi raza. No existía paraje alguno,
en sus dominios, del cual su planta no se hubiera posesionado. Los Muiscas
supimos amar, cuidar
y conservar la tierra de la que éramos hijos y
moradores. Sin embargo, nada de lo que hicimos o
dejamos de hacer pudo vencer el designio de las profecías, que marcaron el destino de nuestra
raza.
Ya lo había anunciado nuestro gran
Goranchacha. Ya lo había profetizado el anciano sacerdote del
templo de Iraca a su sobrina Tota en medio de lagrimas de sangre: las lunas pasarán y pasarán los
soles –dice la pavorosa profecía– pero llegará uno en que las aguas lejanas e inacabables en
grandes piraguas, llegarán
a nuestras tierras unos hombres blancos y velludos, y
con ellos vendrá
para nuestra raza la maldición. Porque esos hombres pálidos se apoderarán de las tierras de
nuestros mayores y nosotros, sus hijos,
de ellas seremos desposeídos a látigo.
Porque no podremos tener cultos, y
porque nuestros dioses tutelares serán bajados de sus altares
cambiándolos por otros que no
conocemos. Porque no se nos permitirá tener riquezas, ni
costumbres, ni libertades, pues seremos esclavos y trabajaremos para nuestros
usurpadores.
Porque las tumbas de nuestros soberanos bienhechores y de todos nuestros
muertos amados
serán profanadas y saqueadas, sus
cenizas dispersas e inquietadas sus sombras.
Porque, ¡oh dolor!, la raza chibcha, la más grande de las razas, tendrá que emigrar a la selva o,
degradada y servil
acabará por desaparecer absorbida por otra poderosa para el crimen.
(texto extraído de, Raíces Muicas, Antolinez; Bogotá).
Cuando se dieron
cuenta, Cajamarca y Millaray se encontraron solos bajo las primeras luces del
sol.
Todos se habían ido
ya, y la única diosa que los acompañaba
era Bachué, porque hasta la diosa Chia que había estado todo el tiempo con el
joven Cajamarca, tuvo que retirarse apresurada porque no podía quedarse sin la
luna, su casa que había desaparecido por completo al otro lado de las montañas
huyéndole a la luz del sol.
El cóndor llegó junto a
ellos dando largos saltos y aleteando mucho para calentarse “Veo que todo ha terminado, ha llegado un
nuevo dia. Ya nos vamos princesa?”. “Si cóndor. Viajaremos al imperio Chibcha.
La diosa Bachué nos ha invitado para que visitemos las tribus de esa nación y para que preguntemos donde queda la
montaña brillante”. “Si? Ah bueno. Estoy dispuesto a volar a donde me digan.
Una fuerza poderosa me acompaña ahora” contestó el ave bajando el ala para que
sus amigos subieran a su espinazo.
Cajamarca se acomodó el
Tunjo en la espalda, haciéndole una
especie de cuna con la ruana, donde el bebé iría cómodo y sin problemas. De esa
forma se alistó agarrándose de las plumas, mientras Millaray aconsejaba a
Bachué “Solo agárrese fuerte, diosa, que
el cóndor subirá el ala y nos acomodará en su espalda”. “Bueno” contestó la
divina, y cuando el cóndor vio que estaban preparados, levantó el ala
suavemente, llevándolos a sus costillas donde los viajeros se dejaron caer
acomodándose como mejor pudieron. En ese instante llegó el pájaro de mil
colores cantando animado porque sabía que iba a nuevas tierras, donde conocería
mas pájaros y donde fácilmente ayudaría con su canto a la princesa y a su amigo
Cajamarca, como lo había hecho en otras partes.
Corrió el cóndor en una
larga carrera batiendo las alas, elevándose en el aire templado del Líbano,
tierra que lo había impresionado gratamente. Llevaría en su recuerdo la
asamblea de los dioses que había visto y que le había parecido excepcional.
Estar entre dioses, magos y hadas no sucedía todos los días.
Voló fuerte escuchando
lo que Bachué decía “Desde hacía mucho,
quería volar en el cóndor como ustedes lo hacen. Viaja uno rápidamente mirando
los paisajes y los pueblos sin problemas”. “Desde aquí hasta su imperio, diosa
Bachué, hay un trayecto largo que puede aprovechar para ver todo tranquilamente,
y para que disfrute de la magia de viajar así”. Se quedaron callados largo
rato, sintiendo el viento frio de las montañas.
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