domingo, 15 de septiembre de 2013

EL PAIS DE LA NIEVE 104 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao).







 “Claro que estaré allá. Con tal de tenerlos cerca, hijos mios, iré a donde me digan” repuso la mujer respirando asfixiada. “Gracias señora llorona. La esperaremos entonces” dijo Millaray cogiéndole una mano que la mujer extendió a la vez, temblorosa por el nerviosismo.
Tibaima y el brujo, entendieron que ya todo estaba listo y que habían cumplido la promesa de traer a los jovencitos hasta donde la mujer estaba. Por eso le dijeron al grupo “Nosotros tenemos que regresar al pueblo pero nos gustaría ir en el cóndor para no demorarnos tanto. Viajar en el buitre es lo mejor que nos ha pasado”. Entonces los muchachos voltearon a mirarlos diciéndoles “Bueno cacique Tibaima y honorable brujo, nos iremos con ustedes inmediatamente. El favor que nos han hecho, difícilmente podremos pagárselo, así que nos iremos ya. Es una forma de recompensa por lo que han hecho por nosotros”. Entonces la Llorona se afanó al oir que ya se iban, y para no sufrir tanto por la ausencia de los jóvenes, se disolvió instantáneamente en el aire, desapareciendo sin explicación de entre ellos.
Todos se aterraron quedándo mudos por eso.
Los jóvenes, el cacique y el brujo caminaron entonces, acercándose al buitre “Nos vamos cóndor. Ya le cumplimos la órden al Hojarasquín del monte y tenemos que volver al pueblo de los coyaimas para llevar al cacique y al brujo hasta alla”. “Suban pues” contestó el ave bajando el ala.
Ya se habían agarrado de las plumas, cuando inesperadamente un grupo de jovencitas bulliciosas y desnudas, pintadas fuertemente la cara y el cuerpo con colores verde, amarillo y rojo, con pulseras tintineantes, aretes, diademas y collares de oro, apareció corriendo entre el bosque llevando antorchas encendidas y mantas de colores, agitándolas felices, seguidas por la tribu que gritaba, cantaba y bailaba acercándose a la orilla del Magdalena, sobre el que otro  grupo se deslizaba lento en canoas y largas balsas, llegando frente al templo de las sacerdotisas donde aseguraron las naves de las piedras y los grandes troncos que quedaban enterrados en la arena después de las arremetidas del rio y de las inundaciones. Parecía no importarles la presencia de los extraños, y sin mirarlos continuaron la carrera acomodándose alrededor del templo que brillaba bajo la luna y los rayos de muchas estrellas, mientras los de las canoas y las balsas se quedaban ahí, en el ritmo del rio, encendiendo centenares de antorchas que de repente iluminaron el bosque y el agua como un incendio extraño.
Entonaron cantos danzando en las naves y bebiendo chicha, clamándole a las estrellas y la luna todavía brillante, sus favores. Las jovencitas, en estado de olvido habían prendido nueve fogatas inmensas entre las piedras, encima de la arena danzando alrededor de ellas y cantando también, levantando las antorchas, acompañadas por el resto de la tribu que daba vueltas alrededor de las sacerdotisas, cogidos de las manos. Esa iniciación duró veinte minutos hasta que siete niñas corrieron de pronto entre la gente, entrando al templo, de donde sacaron una olla de barro llena de oro, con tres diamantes y cinco esmeraldas encima del polvo amarillo-brillante. La sujetaban, caminando difícilmente entre las piedras hasta llegar a la orilla del rio donde en una balsa grande las esperaba el cacique Guacana, jefe de la tribu. Estaba engalanado con una corona de oro, un pectoral brillante frente a la luz de las antorchas, pulseras, aretes, tobilleras y un guayuco de piel de puma que lo hacía ver imponente, majestuoso. Tenía en la mano el cetro del poder, también de oro y con el, señalaba a las niñas donde debían dejar la olla. A ese sitio subieron las adolescentes, esforzándose en no dejarla caer, porque que de vez en cuando se les voltiaba con peligro de irse al fondo del agua. Las siete sacerdotisas se inclinaron frente al cacique, que recibió la olla poniéndola en los troncos de la balsa, entre dos serpientes disecadas que estaban enrolladas en dos palos verticales asegurados en las grietas que dejaban los troncos. Esas jovencitas empezaron entonces una danza en la primitiva barcaza, dando vueltas alrededor de Guacana que también bailaba, alargando los brazos en imploración a donde estaban las serpientes. Eran acompañados por el sonido de tambores, flautas, charrascas, maracas y cuernos de músicos que tocaban en la orilla del rio con furor. “Oh divina diosa de la luna. Gracias por habernos enviado al pájaro de las estrellas, y a los hijos de los dioses que en éste momento están al lado del bosque. Respetamos su silencio y su quietud mientras nos miran. Gracias por darnos su bendición, sagradas estrellas. Esta noche la guardaremos en la memoria. No olvidaremos al pájaro gigante, ni a los hijos de los dioses, que siempre han de estar con nosotros”. Y una sacerdotisa contorsionandose alrededor de las serpientes, cantaba “Serpientes del poder, gracias por traer a los visitantes de las estrellas. No somos dignos de mirarlos a la cara, pero nos contentamos con su visita algo lejana. Gracias selva por haberlos recibido, gracias rio por dejarnos celebrar éste encuentro” y la niñas danzaban ahora con frenesí mientras Guacana gritaba “Vamos a darle las riquezas de la tierra, gran rio Magdalena, para que las tenga en su seno como señal de alianza con los dioses. Vengan, vengan nadadores”. Ahí mismo varios indios saltaron de las canoas lanzándose al agua y nadando en dirección a la balsa donde estaba Guacana, a donde subieron tres, cogiendo la olla y bajando de nuevo al agua mientras otros doce indios los rodeaban llevando las antorchas encendidas. 













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