“Claro que estaré allá. Con tal de tenerlos
cerca, hijos mios, iré a donde me digan” repuso la mujer respirando asfixiada.
“Gracias señora llorona. La esperaremos entonces” dijo Millaray cogiéndole una
mano que la mujer extendió a la vez, temblorosa por el nerviosismo.
Tibaima
y el brujo, entendieron que ya todo estaba listo y que habían cumplido la
promesa de traer a los jovencitos hasta donde la mujer estaba. Por eso le dijeron
al grupo “Nosotros tenemos que regresar al pueblo pero nos gustaría ir en el
cóndor para no demorarnos tanto. Viajar en el buitre es lo mejor que nos ha
pasado”. Entonces los muchachos voltearon a mirarlos diciéndoles “Bueno cacique
Tibaima y honorable brujo, nos iremos con ustedes inmediatamente. El favor que
nos han hecho, difícilmente podremos pagárselo, así que nos iremos ya. Es una
forma de recompensa por lo que han hecho por nosotros”. Entonces la Llorona se
afanó al oir que ya se iban, y para no sufrir tanto por la ausencia de los
jóvenes, se disolvió instantáneamente en el aire, desapareciendo sin
explicación de entre ellos.
Todos
se aterraron quedándo mudos por eso.
Los jóvenes,
el cacique y el brujo caminaron entonces, acercándose al buitre “Nos vamos
cóndor. Ya le cumplimos la órden al Hojarasquín del monte y tenemos que volver
al pueblo de los coyaimas para llevar al cacique y al brujo hasta alla”. “Suban
pues” contestó el ave bajando el ala.
Ya se habían
agarrado de las plumas, cuando inesperadamente un grupo de jovencitas bulliciosas
y desnudas, pintadas fuertemente la cara y el cuerpo con colores verde,
amarillo y rojo, con pulseras tintineantes, aretes, diademas y collares de oro,
apareció corriendo entre el bosque llevando antorchas encendidas y mantas de
colores, agitándolas felices, seguidas por la tribu que gritaba, cantaba y
bailaba acercándose a la orilla del Magdalena, sobre el que otro grupo se deslizaba lento en canoas y largas
balsas, llegando frente al templo de las sacerdotisas donde aseguraron las
naves de las piedras y los grandes troncos que quedaban enterrados en la arena
después de las arremetidas del rio y de las inundaciones. Parecía no importarles
la presencia de los extraños, y sin mirarlos continuaron la carrera
acomodándose alrededor del templo que brillaba bajo la luna y los rayos de
muchas estrellas, mientras los de las canoas y las balsas se quedaban ahí, en
el ritmo del rio, encendiendo centenares de antorchas que de repente iluminaron
el bosque y el agua como un incendio extraño.
Entonaron cantos danzando en las naves y bebiendo chicha, clamándole a
las estrellas y la luna todavía brillante, sus favores. Las jovencitas, en
estado de olvido habían prendido nueve fogatas inmensas entre las piedras,
encima de la arena danzando alrededor de ellas y cantando también, levantando
las antorchas, acompañadas por el resto de la tribu que daba vueltas alrededor
de las sacerdotisas, cogidos de las manos. Esa iniciación duró veinte minutos
hasta que siete niñas corrieron de pronto entre la gente, entrando al templo,
de donde sacaron una olla de barro llena de oro, con tres diamantes y cinco
esmeraldas encima del polvo amarillo-brillante. La sujetaban, caminando difícilmente
entre las piedras hasta llegar a la orilla del rio donde en una balsa grande las
esperaba el cacique Guacana, jefe de la tribu. Estaba engalanado con una corona
de oro, un pectoral brillante frente a la luz de las antorchas, pulseras,
aretes, tobilleras y un guayuco de piel de puma que lo hacía ver imponente,
majestuoso. Tenía en la mano el cetro del poder, también de oro y con el,
señalaba a las niñas donde debían dejar la olla. A ese sitio subieron las
adolescentes, esforzándose en no dejarla caer, porque que de vez en cuando se
les voltiaba con peligro de irse al fondo del agua. Las siete sacerdotisas se inclinaron
frente al cacique, que recibió la olla poniéndola en los troncos de la balsa,
entre dos serpientes disecadas que estaban enrolladas en dos palos verticales
asegurados en las grietas que dejaban los troncos. Esas jovencitas empezaron
entonces una danza en la primitiva barcaza, dando vueltas alrededor de Guacana
que también bailaba, alargando los brazos en imploración a donde estaban las
serpientes. Eran acompañados por el sonido de tambores, flautas, charrascas,
maracas y cuernos de músicos que tocaban en la orilla del rio con furor. “Oh
divina diosa de la luna. Gracias por habernos enviado al pájaro de las
estrellas, y a los hijos de los dioses que en éste momento están al lado del
bosque. Respetamos su silencio y su quietud mientras nos miran. Gracias por
darnos su bendición, sagradas estrellas. Esta noche la guardaremos en la
memoria. No olvidaremos al pájaro gigante, ni a los hijos de los dioses, que
siempre han de estar con nosotros”. Y una sacerdotisa contorsionandose
alrededor de las serpientes, cantaba “Serpientes del poder, gracias por traer a
los visitantes de las estrellas. No somos dignos de mirarlos a la cara, pero
nos contentamos con su visita algo lejana. Gracias selva por haberlos recibido,
gracias rio por dejarnos celebrar éste encuentro” y la niñas danzaban ahora con
frenesí mientras Guacana gritaba “Vamos a darle las riquezas de la tierra, gran
rio Magdalena, para que las tenga en su seno como señal de alianza con los
dioses. Vengan, vengan nadadores”. Ahí mismo varios indios saltaron de las
canoas lanzándose al agua y nadando en dirección a la balsa donde estaba
Guacana, a donde subieron tres, cogiendo la olla y bajando de nuevo al agua
mientras otros doce indios los rodeaban llevando las antorchas encendidas.
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