“Díganos
brujo donde está la Llorona” le dijo Tibaima concentrándose en el humo. “Espere.
Espere yo miro” replicó el brujo botando una gran bocanada. Pronto respondió. “Está
a un lado del caserío de los Natagaimas, cerca al templo de las sacerdotisas
sagradas. Mírenla, se agacha mirando el rio”. Todos se acomodaron viendo el
humo. El brujo señaló “Si la ven?. Está cerquita del templo de las sacerdotisas,
sentada en una piedra y no deja de llorar. “Si. Yo alcanzo a oir su llanto”
dijo Tibaima acercándose al humo para escuchar los lamentos. “Vamonos allá.
Debemos encontrarla antes de que la luna deje de alumbrar”. “Si, vamos”
respondió Millaray encantada por las figuras en el humo.
Entonces
el cóndor se fue, buscando el pueblo de los Natagaimas, famosos porque hacían
los ritos a los dioses, en el rio Magdalena, encima de canoas y balsas
fabricadas con troncos gigantescos, y porque ahí capturaban grandes peces que
le hacían el amor a las lavanderas en las tardes de sol. Muchas mujeres iban a
lavar al rio buscando placer con los grandes peces que las hundían codiciosos,
llevándolas al fondo del agua entre las piedras y la vegetación acuática donde
las gozaban largamente, dejándolas salir luego, para perseguirlas por las
orillas donde los pescadores los cogían débiles y enclenques porque después del sexo con las mujeres, ya no
querían regresar al fondo. Perseguían a la mujer con la que habían estado y no lograban
olvidarla aunque estuvieran prontos a morirse. Podían morirse de hambre y amor
por ellas. Esa era su pena de muerte.
A
quinientos metros vieron el templo de las sacerdotisas sagradas.
El
techo y las paredes brillaban relampagueantes con la luz de la luna.
Todo,
desde las bases hasta el techo, las ventanas, los postes, las vigas y los
accesorios, habían sido construidos con oro puro y también con aleaciones de
cobre en largos días de fino y paciente trabajo en los que la tribu colaboraba sacando oro como arena, del rio y
de las minas cercanas, fundiéndolo y purificándolo en grandes hornos que
mantenían incandescentes durante meses enteros para que su calor de infierno se
mantuviera muy elevado y constante. Las paredes sólidas y altas lanzaban
reflejos al agua, que los devolvía multiplicados y brillantes, asustando a los
pájaros y a los animales noctámbulos que por ahí pasaban.
Llegaron
allí en menos de un momento, escuchando largos lamentos y sollozos de una mujer
que sentada en una alta piedra, no dejaba de mirar el rio. No le importó ver al
cóndor tan gigantesco, ni a la gente que se bajaba de su espalda y que se
acercaba rápidamente a ella saltando entre las piedras. Estaba en olvido y nada
le importaba, nada la asombraba. Parecía que su destino fuera solamente llorar.
“Ayyyy mis hijos, cuando los encontraré?. Tanto tiempo buscándolos en los ríos
y quebradas y no los encuentro. Ayyyyyy mis hijos, donde están . . .?”.
“Llorona, Llorona, buena amiga, los hijos de los dioses han venido a hacerle
una invitación” le gritó de repente el brujo haciendo bocina con las manos y
parándose en una piedra cercana, donde la mujer podía verlo. “Yo no quiero
hablar con nadie” dijo sin voltearse. “Es que no entienden que lo único que
quiero es encontrar a mis hijos?” contestó la mujer cobijándose la ruana que
había dejado encima de la piedra y dándoles la espalda, indicándoles que no
quería hablar.
Era
hermosa, de labios gozadores. Ojos rasgados, cabello negro y manos finas. Tenía
un vestido de colores que finalmente se arregló al ponerse de pie, atraída por
la inesperada visita y por lo que le decían. “Que es lo que buscan, por qué
vienen a interrumpirme?” dijo tristemente, mientras lágrimas gruesas se estrellaban
en la piedra donde estaba parada. “Estos dos jóvenes, hijos de los dioses, han
venido por orden del Hojarasquín del monte, a hacerle una invitación” dijo
Tibaima señalandolos. “Hijos de los dioses? Una invitación? No entiendo nada”
contestó la mujer penetrando la mirada a donde estaban Cajamarca y Millaray.
“Lo que pasa es que estos muchachos llegaron a mi tribu montados en el cóndor
de los Andes. Véalo, allá está al lado del bosque. Nos dimos cuenta que son
hijos de los dioses porque ese pájaro ha llegado hace poco de las estrellas,
donde están los dioses. Andan buscando a
la niña Luz de Sol que les dará el diamante del poder, y nos han dicho que una
de las condiciones para encontrarla, es que deben asistir a una reunión que se hará
en el Líbano, donde los magos, los duendes y las hadas ofrecerán sacrificios a
los dioses y además le harán peticiones al universo. Quieren que usted esté
allá, porque su sabiduría es necesaria en los ritos y en las expiaciones” le explicó el
cacique Tibaima acercándose a la piedra donde estaba la mujer. “Y por qué
quieren mi compañía con tanta urgencia? Todos saben que paso la vida sola, de
rio en rio y de quebrada en quebrada esperando a que mis hijos lleguen flotando.
Lo único que tengo es castigo y dolor por haberlos ahogado. Pero mis amantes
también son los culpables, y los maldigo ahora y siempre. Por favor déjenme
sola” y volvió a sentarse en la piedra, metiendo la cara en las rodillas. “Señora
Llorona, usted no puede faltar a la reunión. En el Líbano la esperan los que la
quieren y la necesitan” le dijo Millaray acercándose también. Y la mujer al
escuchar la voz de la joven y al verla tan cerca, dijo “Esa voz tan dulce es
suya?, y usted tan jovencita y tan linda? Le ruego que vuelva a hablar. Ustéd
es mi hija, estoy segura. Quiero escucharla otra vez”. Cajamarca también se
había acercado y la Llorona al verlo, gritó asustada “Quien eres? Te pareces a mi hijo. Gracias
cielo y gracias aguas del Magdalena por devolverme a mis hijos. Esta noche es
la mas felíz de mi vida. Vengan acérquense hijos mios. Quiero tenerlos cerca,
muy cerca de mi” y se estremecía sin comprenderse y sin entender como habían
aparecido los muchachos. Entonces Millaray y Cajamarca adivinaron el estado
alucinado de la mujer y aprovecharon el momento para decirle “La invitamos al
Líbano, linda señora llorona. Debe estár allá con los magos los duendes y las
hadas, en el eclipse de luna que habrá dentro de diecisiete días. Allá nos
encontraremos” le dijo Cajamarca señalando la luna, que en ese momento
alumbraba con rayos amarillos deslizándose en la superficie del rio. “Claro que
estaré allá. Con tal de tenerlos cerca, hijos mios, iré a donde me digan”
repuso la mujer respirando asfixiada. “Gracias señora llorona. La esperaremos
entonces” dijo Millaray cogiéndole una mano que la mujer extendió a la vez,
temblorosa por el nerviosismo.
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