miércoles, 14 de agosto de 2013

EL PAIS DE LA NIEVE 94 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao)



“Ustedes son mis dueños y los haré ricos porque mis cagadas son de oro puro”. Entonces el joven y la princesa se quedaron mirándolo mudos. Lo recogieron envolvíendolo otra vez en sus ruanas diciéndole “Te llevaremos y te protegeremos pero ahorita no llores ni grites porque algo raro está pasando en el caserío allá abajo. Si haces bulla nos descubrirán y no podremos saber que es lo que pasa”. “como ordenen” respondió el tunjo sacando la cabeza de la ruana y mirando al poblado “No hagan sino mandar”.
Vieron centenares de indios desnudos, armados con cuchillos, saliendo del poblado en montoneras, subiendo por un camino estrecho hasta la parte baja de una montaña en la que había una planicie mas o menos extensa donde podían acomodarse fácilmente unas docientas personas. Una enorme piedra plana de cinco metros de larga y dos de ancha y algunos escalones con lajas llenas de flores, como si fuesen un altar.
Ese lugar estaba algo lejos pero le quedaba de frente a Millaray y a Cajamarca que aprovecharon su ubicación aplicándose a mirar en silencio lo que hacían. Le dijeron al buitre “Agáchate cóndor. Escóndete detrás de esas rocas que están allá arriba para que no te vean”. “como digan” respondió el ave subiendo un poco y echándose en la tierra, detrás de las rocas quedando confundido debajo de los árboles.
Subía la tribu desde su caserío con seis camillas, llevando acostados a seis indios de otro pueblo lejano, muertos en un sangriento combate por querer robárseles su tierra y sus riquezas. Al llegar frente a la piedra, subieron los escalones bajando las camillas y poniendo tres, encima de la gran piedra blanquecina. Los otros tres los dejaron a un lado de la piedra. En ese momento y como si fuera algo programado, los Combeimas empezaron un griterío espectacular, una algarabía que se transformó pronto en danza, en aullidos suplicantes a los dioses y en adoración a la tierra alrededor de las fogatas que estaban encendiendo y que serían treinta, como lo ordenaba el gran brujo de la tribu. Levantaban los brazos largamente en movimientos rituales, inclinándose seguido besando la tierra, para volver a levantarse y correr alrededor de la piedra uno detrás de otro, hombres y mujeres gritando oraciones de alabanza “ Gracias divinos dioses por darnos las cosas que les pedimos, ahora seremos poderosos e inmortales bebiendo la sangre y comiendo la carne de nuestros enemigos muertos en combate”.
Sonaban  flautas, tamboras, cuernos y charrascas de los músicos, mientras otros indios buscaban mas troncos, palos, ramas, cáscaras y hojas formando treinta montones a los que prendieron candela con las antorchas que llevaban y que usaban también para agradecer a sus dioses los favores que les hacían a través del fuego. Esas hogueras desprendían largas columnas de humo negro y miles de chispas amarillas y rojas que se elevaban desapareciendo en el espacio frio de esa hora. Cada hoguera cogió un color de fuego distinto. Se veían llamas azules, verdes, violetas, amarillas, rojas tan ardientes, que iban creciendo fantásticas entre las danzas de los hombres.
Subían a la piedra levantando los cuchillos al cielo agradeciéndole a los dioses la generosidad que mostraban con ellos en éste dia “Bendecid este rito, alabados dioses del universo. Hacednos fuertes y poderosos para que ningún enemigo nos haga mal” decía un sacerdote enardecido y enajenado por los ejercicios mentales que hacía poco había hecho debajo de un árbol junto a su choza, mientras otro que estaba al lado opuesto de la piedra, gritaba “Estos invasores que hoy sacrificamos a nuestros dioses han querido conocer nuestras costumbres para sacarnos de la tierra. Deben recibir el castigo divino y el castigo de nuestro pueblo  también. Hoy serán nuestro alimento y nuestra fuerza” y mientras oraban de ese modo, metían los cuchillos en los cuerpos desprendiéndoles los brazos, las piernas, las cabezas que arrojaban a los danzantes de las fogatas. Ellos a su vez los metían entre los carbones rojos para asarlos y para que su humo deleitara las narices de los dioses.
El cacique Tucurumby  recibió uno de los corazones, todavía fresco y tembloroso, lo mismo que su mujer, sus tres hijos y el brujo de la tribu. Con ellos en la mano, subieron a la piedra del sacrificio, donde la tribu los rodeo danzando y cantando alucinados, golpeando el suelo con los palos de sus lanzas. Ahí los ofrecían a los dioses “Gracias dioses de las guerras por ser nuestros benefactores. Comiéndonos estos corazones ningún enemigo nos vencerá. Con ellos seremos poderosos por siempre” y se inclinaban desgarrando los corazones con los dientes,  untándose la cara, el pecho, los brazos y las piernas con la sangre que caía chorreándose encima de la piedra, mientras el aroma de la carne asada subía al espacio provocando a los hombres, a las mujeres, a los niños y a las aves de rapiña que volaban en circulo esperando el momento de bajar para limpiar los huesos. Los pulmones, los riñones y los hígados se los dieron a las jovencitas para que conservaran su juventud y su belleza, y ellas felices, mordían los órganos, ansiosas y eróticas, danzando sensuales cerca a tucurumby. Su voluptuosidad lo provocaba tanto, que al rato las llevaba al rio donde les daba la bendición rompiéndoles la virginidad en impulsos incontrolados. “Eres mi nueva amante, linda virgen” decía Tucurumby borracho de placer “Tu también eres otra amante mia y cuando te llame debes obedecer” . “Como ordene, gran señor, soy su esclava” respondía la niña con lágrimas de dolor y gozo.

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