Los pedidos a los dioses eran constantes
“Dioses de la muerte, dioses de las estrellas, llevad a Pucharma con vosotros.
Dadle la paz y el reconocimiento que merece oh divinos dioses”. “No olvidéis a
vuestro hermano, dioses del viento y de las sombras. Dadle la mano”. “El lleva
mucho oro y comida y todo lo repartirá con vosotros, dioses del silencio.
Abridle las puertas para que entre como el cacique que es”. “Recibidlo. extiendan
los brazos para que entre con confianza, venerados dioses del agua y de la
tierra”. “Nuestro cacique Pucharma ha sido bendecido por el fuego, divinos
dioses. El ahora hace parte de vosotros. Recibidlo como lo merece”.
Y seguían rogando y cantando con graves voces bajo el sonido de las flautas y
los tambores que iban entre la multitud callada.
Así
pasaron cuatro semanas en las que el cuerpo empezó a oler mal porque a pesar de
haberlo lavado, de haberlo frotado con polvo de oro y hierbas aromáticas,
expedía un hedor insoportable que todos disimulaban conteniendo la respiración
y evitando acercársele.
Y al
final, en un dia de sol y suave llovizna, Pucharma fue puesto en una camilla de
palos y fibras de maguey fuertemente tejidas y amarradas, hecha especialmente
para el. Había sido bendecida a la luz de la luna y de las estrellas por los
brujos y los sacerdotes, en medio de oraciones
y entre el fuego sagrado de las fogatas. Siendo el medio dia lo sacaron
del bohío con apretones entre la indiamenta y empujones desordenados, conduciéndolo
entre cantos, danzas y mas oraciones a lo alto de la colina mas cercana donde
habían cavado un hueco muy profundo, largo y ancho donde lo enterrarían.
Ahí llegó
anticipadamente una comitiva de brujos cargados con tres olladas de oro en polvo
bien tapadas, dos olladas de piedras preciosas que brillaban dulces e intensas con
los rayos del sol, dos bultos de joyas de oro y piedras preciosas, ropajes y
comida que pusieron encima de piedras planas y largas en el fondo de la
sepultura y que ellos llamaban lajas. De modo que las ofrendas a los dioses que
recibirían a Pucharma fueron inmensas, casi inimaginables porque llenaban un
espacio amplio del tamaño de una choza mediana.
Habiendo
salido del caserío entre los gritos llorosos y ensordecedores de las mujeres y
los niños, y en medio de los berridos de los hombres, subieron despacio el
cerro por un camino angosto que iba en espiral hasta arriba. Se turnaban cargando
al cacique hasta lo alto, donde habían miles de flores del bosque puestas alrededor
de la tumba y también en ella. Habían sido conseguidas por las niñas de la
tribu.
La
multitud fue quedándose en la falda del cerro porque arriba no había espacio
para todos. Semejaba como un panal gigante. Una colmena en tiempo de sueño.
Siete
esclavos jóvenes y fuertes cubiertos de oro en polvo y con aretes, collares y
pulseras de oro y esmeraldas, que además llevaban lanzas y flechas de oro y las
mejores flautas y tamboras, habían sido preparados y adornados con ajuares, con
pieles de pumas y pieles de leones para el largo viaje en el que acompañarían a
Pucharma. Serían los acompañantes del difunto en la travesía de la muerte,
sirviéndole al cacique en lo que necesitara y en lo que ordenara. Por eso iban
bien vivos y bien alimentados. Así resistirían largo tiempo hasta encontrarse
con los dioses.
De
igual manera cinco esposas, las jóvenes mas tiernas y bellas de la tribu,
serían sus fieles amantes en el paso al otro mundo. Estaban perfumadas y
nerviosas mirando a todas partes despidiéndose de sus familiares y amigos a los
que quizás no volverían a ver. Habían sido pintadas y vestidas por los mejores
artistas del pueblo que se preocuparon por dejarlas hermosas y muy sensuales.
Pusieron
una larga escalera de guadua en el hoyo y por ahí fueron bajando los esclavos
al ritmo de la música muortoria junto con las jóvenes esposas de Pucharma. Ya
abajo, ellos mismos se amarraron con lazos a las raíces profundas de un árbol
que salían como largos y gruesos tallos en el hueco. Se sentaron entre las
joyas, las piedras preciosas y los ajuares, recostándose en las paredes de
tierra con la cabeza agachada esperando que el cuerpo del cacique fuera bajado
para quedarse allí acompañándolo por siempre.
Con
lazos de fique amarraron los extremos de la camilla y poniéndolo sobre el hueco
lo fueron dejando caer hasta el fondo, donde lo acomodaron entre las riquezas, entre
sus esclavos y amantes. Estando todo listo para empezar el viaje, la tribu
junto con los sacerdotes y los brujos, lanzaron tierra como diluvio negro con
palas de piedra, con los pies, con las manos, con palos tapando al cacique, sus
riquezas, a las mujeres y a los esclavos que lanzaban dolorosos gritos de
muerte y ahogos entre horribles convulsiones que duraron varios minutos hasta
que finalmente todo quedó quieto.
La
muchedumbre comprendió que el funeral había terminado y poniendo piedras y
flores encima de la tierra blanda, bajaron en silencio de la colina. Ya en el
caserío, recogieron las cosas devolviéndose rápidamente a sus poblados.
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