domingo, 28 de julio de 2013

EL PAIS DE LA NIEVE 89 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao)





Atrás se habían quedado veinticinco mulas tiradas en el suelo con su carga. Pudiera ser que al despertar lograran huir sin que los árboles se las comieran.
La tribu no se dio cuenta a que horas llegaron a las propiedades de Calarcá.
La ansiedad y el miedo no les permitió medir el tiempo pasado en ese inexplicable bosque, tampoco se preocuparon por el cansancio que se les fue con el pavor, ni por las mulas que bajaron aceleradamente comprendiendo de algún modo a la naturaleza inexplicable y enigmática.
Abajo se pusieron mas contentos viendo que en una larga extensión habían muchas chozas nuevas esperándolos. Desde la salida de Cajamarca pensaron que tendrían que levantarlas inmediatamente para tener donde resguardarse del frio, del sereno, de los animales y la noche. Pero no, todo estaba listo para ellos, y gritando y saltando se metían a los bohíos escogiendo las mejores viviendas. Pero tuvieron que amontonarse en grupos, para dormir, porque tampoco eran suficientes. Ya habría tiempo para construir las que hicieran falta. De modo que tendieron pieles en el suelo, colgaron hamacas de los postes y extendieron las esteras echándose a descansar y a olvidar el suceso que los tenía temblorosos e incrédulos.
Así pasó el resto de tarde y también la noche.
Al dia siguiente madrugaron ya recuperados físicamente, pero todavía asombrados de los árboles carnívoros que estaban tan cerca.  
Durante tres días estuvieron caminando por los alrededores, conociendo la región que les pareció maravillosa por sus suaves montañas, por algunos arroyos salados que les servirían para conseguir la sal con la que condimentarían sus comidas, y por el ambiente tranquilo donde nadie los molestaría. En poco tiempo supieron que tenían muchos vecinos, Quimbayas también, que vivían en Montenegro, La Tebaida, Salento, Circasia, y algo mas lejos en Marsella, Chinchiná, Palestina y Villamaría. Pronto se conocerían y se integrarían dándole unidad a ese pueblo.
Ya se estaban alistando para construir las chozas, cuando vieron señales de humo no muy lejos, al oriente y sonidos de cuernos llamando a la población porque algo especial había pasado “Que será lo que pasa?” le preguntó Yexalén a Ibagué, caminando de vuelta  porque habían estado en un rio bañándose y calentándose, aprovechando que el sol salió un rato. “No sé. Tenemos que preguntarle a Calarcá a ver si sabe”. “entonces vamos”.
Aceleraron el paso llegando en quince minutos al caserío.
Muchos Quimbayas alistaban postes de gruesos troncos, guaduas maduras, hojas de palma de cera, y arcilla para construir mas chozas, pero un grito formidable los sacó de su trabajo “Ha muerto el cacique Pucharma, ha muerto Pucharma” gritaba Calarcá caminando de un lado a otro, avisándole a su gente que se alistara para asistir a los funerales que se harían en Salento donde estaba el cacicazgo del jefe indígena muerto.
La noticia se regó en un instante, llegando la tribu entera al caserío donde rodearon a Calarcá, a Ibagué, a Millaray y a Yexalen para conocer mejor la información. “Alístense los que quieran porque nos vamos a Salento. El cacique Pucharma ha muerto y tenemos que acompañarlo en su viaje al otro mundo” decía Calarcá gritando. Estaba acompañado por un Quimbaya asfixiado y sediento que había venido corriendo por las montañas trayendo la noticia. “Nos vamos, nos vamos entonces” gritaron muchos corriendo a las chozas sacando las flechas, las joyas y las ruanas para caminar a donde fuera.
Calarcá fue a su vivienda echando en un costal figuras de oro, joyas, esmeraldas, diamantes y alimentos que llevaría como ofrenda al cacique muerto. “Esto será para Pucharma en su largo viaje a la ciudad de los dioses” y en menos de lo que pensaron cogieron camino entre una algarabía pocas veces escuchada. Ahí iba Ibagué y también Cajamarca y Yexalen y Millaray formando la gran comitiva visitante. No podían faltar porque su ausencia causaría enemistad entre esos dos cacicazgos.
El recorrido les gustó porque de una vez aprovecharían para conocer sus nuevas propiedades. No fue larga la travesía, Salento estaba cerca. Por el camino se encontraron con otros indios que también iban a los funerales de Pucharma, uno de los cinco caciques con mas autoridad entre los Quimbayas que eran mas de cien mil personas.
Pronto llegaron al poblado, no muy grande. Como los otros cacicazgos, estaba compuesto por familias que se colaboraban en todo, sin dejar de tener buenas relaciones con los vecinos, que eran de la misma sangre. Muchas mujeres lloraban y chillaban a todo grito, corriendo de un sitio a otro como locas lamentando la pérdida. Los niños, asustados, también gritaban creando un alboroto inigualable. Su dolor contagiaba a todo el mundo, llenando el ambiente de agobio, de tristeza. Los hombres estaban cabizbajos, lacrimosos y la mayoría tomaba chicha calmando el padecimiento. Lentamente llegaban mas y mas caravanas cargadas de ofrendas que los sacerdotes y brujos les recibían depositándolas en una choza preparada para eso.
Casi todos venían pintados de colores fuertes, rojo, verde, azafrán, amarillo. Tenían ruanas largas de muchos colores pero debajo estaban desnudos. Llevaban puestas diademas de plumas y de oro, anillos, pulseras, pectorales, tobilleras, narigueras. También llevaban flechas y lanzas. Pocos tenían alpargatas, los demás iban descalzos. Las mujeres cargaban a sus niños en la espalda, sostenidos por fajas de fibras tejidas en sus pueblos.
Tendrían que pasar varias semanas de velorio en las que el cacique muerto se prepararía para su nueva vida. Los sacerdotes de su tribu y de las tribus vecinas lo habían pintado con vivos colores, adornándolo con anillos de oro, lo mismo que con pulseras, tobilleras, narigueras, collares y la mejor corona de oro y diamantes que tenían. Fue ataviado con mantas lujosas y otros adornos de oro que le ponían cerca. Era inumerable la gente que iba y venía hablando bajo y llorando. Muchos permanecían sentados durmiendo cabizbajos su borrachera. Las mujeres no paraban de cocinar en grandes fogatas e inmensas ollas de barro puestas al frente de las chozas. La gente comía sin parar, aprovechando la oportunidad de saciarse con buenas meriendas. Los pedidos a los dioses eran constantes “Dioses de la muerte, dioses de las estrellas, llevad a Pucharma con vosotros. Dadle la paz y el reconocimiento que merece oh divinos dioses”. “No olvidéis a vuestro hermano, dioses del viento y de las sombras. Dadle la mano”. “El lleva mucho oro y comida y todo lo repartirá con vosotros, dioses del silencio. Abridle las puertas para que entre como el cacique que es”.

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