Las jóvenes ya se
acercaban jadeando a la laguna donde las esperaban tres brujos muy engalanados
con collares de pepas de colores, diademas de vistosas plumas, narigueras de
oro lo mismo que los aretes y largas ruanas que los protegían del frio. Treinta
jovencitas de diminutos guayucos danzaban alrededor de cuatro bultos de oro y
cuatro olladas de piedras preciosas en el centro de siete fogatas gigantescas
con las flamas bailando soberbias y crepitantes. Lanzaban miles de chispas de
todos los colores, perdiéndose misteriosamente en el espacio.
Nunca se había visto un
desorden tan colosal en la gente, un delirio tan enfebrecido, una alegría tan
autentica y alucinada. Corrían de aquí allá estirando los cuerpos, las cabezas,
empujándose entre el tumulto para no perderse ningún acto de la fiesta. Hablaban
pero nadie se entendía. Solo se miraban para luego extraviarse en la multitud
Corrían centenares de indios al lado de MIllaray y Yexalen animándolas en su
huída de los novios, para luego devolverse a donde Ibagué y Cajamarca venían
corriendo a largas zancadas gritándoles:
“Corraaann, corraaannn, corraaaann, que
ya casi las alcanzan. Corraaan”. Iban los hombres por centenares como manadas
de toros irracionales . Iban las mujeres corriendo también, riendo locas, muchas
con sus hijos en la espalda. Iban los niños embolatados pero contentos,
metiéndose y forzándose en el tumulto que como olas, iban y volvían estrellándose
contra ellas mismas, dejando a muchos tendidos en el suelo.
Finalmente reina y
princesa llegaron al borde de la laguna, respirando ansiosas. Había mucha gente
ahí. “Vienen lejos, no tienen tanto aguante como nosotras”, dijo Yexalen
soltándose el pelo que había amarrado con una fibra de bejuco y mirando lejos
por los espacios que la gente dejaba. “Desnudémonos ya, antes de que ellos
aparezcan” dijo Millaray quitándose el guayuco, igual hizo Yexalen quedando
como diosas carnales entre el aire que paró para verlas, lo mismo que el sol.
Los hombres, que no las habían visto así, se estremecieron de
deseo quedándose mudos y completamente quietos sin saber que hacer. Fue solo un momento pero
bastante para tenerlas así, por siempre en su recuerdo.
“Vamos ya”, gritaron las
dos muchachas lanzándose al agua.
Se hundirían inventando
juegos prohibidos. “Tendrán que luchar mucho para tenernos” dijo Yexalen,
deslizándose igual que una sirena en el líquido. “Cajamarca entenderá que yo no
soy tan fácil y que tiene que conseguirme con cansancio y mucho sudor”, dijo
Millaray dando volteretas en la espuma y alejándose de la orilla, mientras los
tres brujos aguardarían la captura que les harían sus maridos, custodiando el
oro y danzando alrededor de las fogatas, haciendo círculos y espirales junto a
las treinta adolescentes que también danzaban con pequeñas antorchas prendidas
en las siete hogueras no hacía mucho. A los lados habían músicos: Tamborileros, flautistas, maraqueros,
charrasqueros llenando el espacio con sus melodías ardientes.
En medio de la danza,
la algarabía y la furia, asomaron Cajamarca e Ibagué en los recodos de la calle
humana que se desbarataba su paso. “Pronto serán nuestras”, dijo Cajamarca respirando
forzado. Pararon al borde del agua mirando lejos queriendo encontrarlas.
Se quitaron los
guayucos quedando desnudos y musculosos frente a miles de gentes alborozadas
que no paraban de gritar y de reír señalando y haciendo gestos mientras las
treinta adolescentes los rodeaban bailando y entonando canciones. “Están bien”,
dijo una muchacha de trece años sobándose el vientre. “Mi marido es mejor”,
contestó otra sin quitarle los ojos a Cajamarca.
Los caciques miraron la laguna lejos. Vieron a sus amigas flotar,
hundirse y reír con sus cuerpos ondulantes haciendo espuma. “Allá están. Ya son
nuestras”, dijo Ibagué mirando a su
yerno Cajamarca muy brillantes los ojos. Se sumergieron ariscos en el agua tan
fría. Nadaron buscándolas, en la competencia mas brava de sus vidas mientras
las jóvenes braceaban huyendo entre risas y gritos dichosos. “Alcáncenos si
pueden. Pruébenos que tan guapos son”, gritaba Millaray levantándose como un
pez volador. Yexalen iba y volvía caprichosa, en un juego cómplice con el agua,
con el aire. Ese juego fue largo y excitante. “No nos afanemos. Dejemos que se
cansen y llegamos” le dijo Ibagué a Cajamarca guiñándole un ojo. “Aparentemos
que no podemos alcanzarlas. Nadarán y se
cansarán, entonces ahí llegamos” Las travesuras se extendieron una hora hasta
que Millaray y Yexalen se acercaron a la orilla. Entonces ellos aprovecharon y
llegando a donde estaban, las atraparon entre risas y luchas. “Por fin
eres mia”. “Ya te tengo”. “Huye, huye a ver si eres capáz”. “Tu cuerpo es como
las manzanas y las peras de dulce sabor” “Ven, ven por favor, diosa de las
aguas” “Eres semejante al viento. Vuelas, corres y te metes por donde quieres.
Ohhhh siento morirme”
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