viernes, 15 de marzo de 2013

EL PAIS DE LA NIEVE 56 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao)




La calle humana se revolvía. Caminaban atropellados empujándose, acomodándose lo mejor que podían en la vasta extensión para no perderse los detalles de las bodas.
Las parejas se bajaron saltando de las sillas y acercándose al sagrario. Extrañamente venían vestidos con guayucos como si fuera un día de rutina.
Los ancianos rodearon la piedra sagrada y la estatua, atrayendo las miradas del pueblo y las fuerzas del cosmos. Dos sacerdotisas y Mohán se acomodaron en el centro del sagrario invitando a las parejas cerca al fuego donde danzaron suave entre el repiqueteo de los tambores.
Cantaban así invocando las fuerzas celestiales:
“Dios sol inclina tu cabeza y míranos.
Diosa luna despierta de tu sueño y acompáñanos.
Estrellas del universo mándanos tus luces.
Bendecid a éstas parejas
fortalécelos con tus rayos”.
Gritaba Mohán concentrado, levantando la cara y los brazos al espacio. “Honrad a éstas parejas para que tengan muchos hijos y para que sean amigas del universo” “Booomm, boomm, boomm” gritaban los ancianos en su danza, llevando ahora en las manos antorchas de luces azules, verdes y violeta que giraban con ellos en una magia de colores. Los tambores repicaban mas y mas, las flautas soltaban alegres sonidos haciendo despertar el bosque y los animales que prudentemente miraban todo desde lejos detrás de las rocas, de los troncos y de las hojas.
Despues de un rato de danza y de clamores a las fuerzas del mundo y del cosmos, las sacerdotisas se acercaron a los caciques con dos anillos que llevaban en en una piel de ovejo muy blanca. Se quedaron frente a ellos un momento mientras  Mohán llevaba otros dos anillos en una bandejita de oro fabricada no hacía mucho por los Quimbayas que eran maestros en producir piezas muy finas. Acercándose a millaray y Yexalen, dijo levantando la cara “Dioses del viento, de la luvia, de la noche, del día, honra la unión de éstas parejas. Dadles vuestra fuerza, vuestro poder. Llénalos de conocimiento y de prudencia para que aprendan a ser una sola carne y una sola sangre.
Después de esas palabras, los tambores se enloquecieron. Las flautas también en arrebato. Los intérpretes parecían estar alucinados.
Y cuando los novios le pusieron los anillos a Millaray y a Yexalen y cuando ellas metieron los anillos en los dedos de los caciques, las novias, inexplicablemente arrancaron a correr muy veloces entre la calle humana hasta una laguna mas o menos lejana donde, según las costumbres del pueblo, seguiría el rito que sería algo extenso.
Entonces Ibagué y Cajamarca, viendo que sus mujeres se les habían volado, se fueron detrás de ellas después de darles ventaja, entre el enorme griterío, entre los silbidos y las risas que los animaban a capturar pronto a las  fugitivas.
El pueblo también corria detrás de ellos en un carnaval de epaaaassss, hágaleeeeee, cóoooojanlaaaaas, corraaaaaaann, corraaaaaaannn. No las dejen escapaaaaar.
Millaray y yexalen corrían cogidas de las manos lastimándose los pies y el cuerpo con las raíces, con los troncos, con las malezas, las piedras, pero eso no les importaba porque estaban acostumbradas a eso. Tenían que cumplir el rito. El cabello les flotaba como hogueras y corrían sin descanso. El pueblo a su vez, las alentaba: “Fuerza, fuerza princesa Millaray, lleva buena distancia”. “Aguante reina Yexalen, solo podrán capturarlas en la laguna”.
Eran dos kilómetros hasta allá.
Esa provocativa invitación a sus maridos les daba a ellos poder en en la sangre y en el deseo, que era mas vivo y ansioso a cada instante.
A setecientos metros venían Cajamarca e Ibagué. “Ya te alcanzo Millaray. Corre. Eres mia, solo mia” gritaba Cajamarca a toda voz, por encima de los rechiflos del pueblo. Ibagué también gritaba “Serás mia en la laguna, Yexalen. Allá te capturaré. Nunca te podrás escapar”.
El pueblo estaba frenético. Bebían chicha a mares gozando  de la fiesta y del atractivo espectáculo que daban los recién casados.
Las jóvenes ya se acercaban jadeando a la laguna donde las esperaban tres brujos muy engalanados con collares de pepas de colores, diademas de vistosas plumas, narigueras de oro lo mismo que los aretes y largas ruanas que los protegían del frio. Treinta jovencitas de diminutos guayucos danzaban alrededor de cuatro bultos de oro y cuatro olladas de piedras preciosas en el centro de siete fogatas gigantescas con las flamas bailando soberbias y crepitantes. Lanzaban miles de chispas de todos los colores, perdiéndose misteriosamente en el espacio.  



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