La calle humana se revolvía. Caminaban atropellados
empujándose, acomodándose lo mejor que podían en la vasta extensión para no
perderse los detalles de las bodas.
Las parejas se bajaron saltando
de las sillas y acercándose al sagrario. Extrañamente venían vestidos con
guayucos como si fuera un día de rutina.
Los ancianos rodearon
la piedra sagrada y la estatua, atrayendo las miradas del pueblo y las fuerzas
del cosmos. Dos sacerdotisas y Mohán se acomodaron en el centro del sagrario invitando
a las parejas cerca al fuego donde danzaron suave entre el repiqueteo de los
tambores.
Cantaban así invocando
las fuerzas celestiales:
“Dios sol inclina tu
cabeza y míranos.
Diosa luna despierta de
tu sueño y acompáñanos.
Estrellas del universo
mándanos tus luces.
Bendecid a éstas
parejas
fortalécelos con tus rayos”.
Gritaba Mohán concentrado,
levantando la cara y los brazos al espacio. “Honrad a éstas parejas para que
tengan muchos hijos y para que sean amigas del universo” “Booomm, boomm, boomm”
gritaban los ancianos en su danza, llevando ahora en las manos antorchas de
luces azules, verdes y violeta que giraban con ellos en una magia de colores.
Los tambores repicaban mas y mas, las flautas soltaban alegres sonidos haciendo
despertar el bosque y los animales que prudentemente miraban todo desde lejos
detrás de las rocas, de los troncos y de las hojas.
Despues de un rato de
danza y de clamores a las fuerzas del mundo y del cosmos, las sacerdotisas se
acercaron a los caciques con dos anillos que llevaban en en una piel de ovejo
muy blanca. Se quedaron frente a ellos un momento mientras Mohán llevaba otros dos anillos en una
bandejita de oro fabricada no hacía mucho por los Quimbayas que eran maestros
en producir piezas muy finas. Acercándose a millaray y Yexalen, dijo levantando
la cara “Dioses del viento, de la luvia, de la noche, del día, honra la unión
de éstas parejas. Dadles vuestra fuerza, vuestro poder. Llénalos de
conocimiento y de prudencia para que aprendan a ser una sola carne y una sola
sangre.
Después de esas
palabras, los tambores se enloquecieron. Las flautas también en arrebato. Los
intérpretes parecían estar alucinados.
Y cuando los novios le
pusieron los anillos a Millaray y a Yexalen y cuando ellas metieron los anillos
en los dedos de los caciques, las novias, inexplicablemente arrancaron a correr
muy veloces entre la calle humana hasta una laguna mas o menos lejana donde,
según las costumbres del pueblo, seguiría el rito que sería algo extenso.
Entonces Ibagué y
Cajamarca, viendo que sus mujeres se les habían volado, se fueron detrás de ellas
después de darles ventaja, entre el enorme griterío, entre los silbidos y las
risas que los animaban a capturar pronto a las
fugitivas.
El pueblo también
corria detrás de ellos en un carnaval de epaaaassss, hágaleeeeee,
cóoooojanlaaaaas, corraaaaaaann, corraaaaaaannn. No las dejen escapaaaaar.
Millaray y yexalen
corrían cogidas de las manos lastimándose los pies y el cuerpo con las raíces,
con los troncos, con las malezas, las piedras, pero eso no les importaba porque
estaban acostumbradas a eso. Tenían que cumplir el rito. El cabello les flotaba
como hogueras y corrían sin descanso. El pueblo a su vez, las alentaba:
“Fuerza, fuerza princesa Millaray, lleva buena distancia”. “Aguante reina
Yexalen, solo podrán capturarlas en la laguna”.
Eran dos kilómetros
hasta allá.
Esa provocativa invitación
a sus maridos les daba a ellos poder en en la sangre y en el deseo, que era mas
vivo y ansioso a cada instante.
A setecientos metros
venían Cajamarca e Ibagué. “Ya te alcanzo Millaray. Corre. Eres mia, solo mia”
gritaba Cajamarca a toda voz, por encima de los rechiflos del pueblo. Ibagué
también gritaba “Serás mia en la laguna, Yexalen. Allá te capturaré. Nunca te
podrás escapar”.
El pueblo estaba
frenético. Bebían chicha a mares gozando de la fiesta y del atractivo espectáculo que
daban los recién casados.
Las jóvenes ya se acercaban
jadeando a la laguna donde las esperaban tres brujos muy engalanados con
collares de pepas de colores, diademas de vistosas plumas, narigueras de oro lo
mismo que los aretes y largas ruanas que los protegían del frio. Treinta
jovencitas de diminutos guayucos danzaban alrededor de cuatro bultos de oro y
cuatro olladas de piedras preciosas en el centro de siete fogatas gigantescas
con las flamas bailando soberbias y crepitantes. Lanzaban miles de chispas de
todos los colores, perdiéndose misteriosamente en el espacio.
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