“Nube verde, nube verde le ordeno
que se detenga y baje aquí en éste momento” le gritó la diosa Bachué a la nube.
Y la nube bajó lenta al lado de rocas no muy altas pero blancas por la
nieve que no dejaba de caer, poniéndose frente al grupo, que observaba muy
extrañado el carro aéreo de aquellos dioses.
Entonces la diosa Bachué aprovechando su carruaje tan instantáneamente
presente frente a ellos, abrazó y besó a todos sus amigos uno por uno, entre
sonrisas y muchas palabras, “Adios, adiós, inolvidables amigos. Gracias por las
cosas lindas que han pasado aquí en éstos dias y gracias a usted señor de la
fuerza y del poder por haber vuelto el nevado a la normalidad”. “Adios, adiós amigos
mios y amigos del tiempo, decía el dios Bochica subiéndose a la nube de un
salto, alargando el brazo para ayudar a Bachué a que se acomodara, mientras Nemequene y tisquesusa brincaban desde
la roca en la que se habìan parado, cayendo en lo mas hondo y blando de la nube.
Se cuadraron en las amplias cavidades estirando las piernas y los brazos para
relajarse, y así dormir un rato tranquilamente y volver a estar serenos. Acomodaron
los regalos a un lado de donde estaban y esperaron a que la nube se elevara.
El nimbo verde cubrió a los viajeros completamente para que no fueran a
sufrir inconvenientes, elevándose de pronto lento y poderoso, convirtiéndose con
los minutos en un punto verde perdido a lo lejos detrás de otras montañas
neblinosas.
“Nosotros también tenemos que irnos” dijo El dios Takima bajando los
ojos del espacio. “Llevaré en las espaldas a mis amigos Seraira y Moró que no
tienen transporte y porque también vivimos cerca. Ustedes saben que cuando
viajo, aprovecho mis facultades que uso en situaciones especiales. Me
transformo en águila, crezco quince veces mi tamaño, y vuelo como flecha de
modo que tampoco tendremos problemas para llegar a nuestro país”.
Se acercó despidiéndose con abrazos de todos, dando suaves picotazos en
las mejillas y en el cuello de ellos, sin hablar mucho porque el sentir le
dominaba el pecho y la carne y no quería que le vieran lágrimas.
Los caciques Seraira y Moró se despidieron también, siguiendo a Takima que
se había subido en una roca para transformarse en águila, crecer, esperar a que
sus amigos se acomodaran y así comenzar el vuelo. Agachó su cabeza, extendió los
brazos, tensó los nervios y los músculos, respiró profundo concentrándose de tal
modo que en menos de dos minutos su cuerpo creció llenándose de plumas de colores.
Los brazos se le transformaron en alas de color azul, verde y rojo y sus
piernas en patas delgadas, y garras poderosas, junto con una cola maciza que le
serviría para girar a la derecha o a la izquierda, para ascender y hacer otros malabarismos
en el aire. Su cara de pájaro se le fue cambiando a cara de águila con ojos
penetrantes capaces de ver un ratón a cinco kilómetros. Su olfato se agudizó de
tal modo, que lograba oler las carroñas a siete u ocho kilómetros de donde
estuviera. De repente gritó loco en la roca como solo grita un águila y
entonces Seraira y Moró se encaramaron en sus costillas después de que Takima
se hubiera agachado para facilitarles la subida.
Listos para el viaje que los llevaría al mar del norte de amerindia, el
águila extendió las alas, se impulsó poderoso, dejándose ir al espacio frio de
esa tarde que los envolvía penetrante. Se fueron entre briosos aletazos en
medio de las nubes destrozadas con sus maniobras, hasta perderse mas allá de
las montañas, entre las neblinas que siempre estaban por ahí.
La gente restante que había quedado en el nevado estaba fascinada y
muda.
Entonces Mohán y Madremonte se miraron porque ya habían decidido irse. Caminarían hasta los
bosques y los abismos de las tierras Pijao donde vivían permanentemente y donde
cualquiera podía encontrarlos con solo invocarlos.
Se acercaron a los amigos abrazándolos y besándolos. Madremonte que
estaba mas bella desde que las nubes bajaron a envolverla, dijo acercándose al
mago Huenuman y a los otros que la escucharon con atención: “Mohán y yo
regresaremos a los bosques, a las lagunas, a los ríos y entre los animales, que
tanto nos conocen. Ya es justo volver. Cuando nos necesiten no hagan sino
llamarnos y rápido estaremos a su lado. Seguro muchos pueblos nos han echado de
menos lo mismo que los animales y los genios de la tierra. Por eso regresaremos
donde ellos”, decía madremonte abrazándolos, seguida de Mohán que chupaba su
tabaco, muy persistente. Así se le calentaba la sangre en medio de aquellas
neblinas tan frias. “Adios Madremonte, adiós Mohán, muchas gracias por su
compañía y por lo que han hecho por las tribus”, decían. “Que las fuerzas del
universo los acompañen. Si no hubiera sido por ustedes no habríamos vuelto nuestra
gente a la vida”, les decía Huenuman extendiendo los brazos mientras la pareja caminaba
a lo alto de la blanca montaña levantando las manos y volteando a mirar muy
seguido.
Subieron ágiles a lo alto del cerro donde agitaron los brazos fuertemente,
descolgándose después al otro lado, donde buscarían sus caminos, otros amigos,
la noche, las cuevas, los fondos de los ríos, las selvas.
Huenuman el gran mago dijo:
“Finalmente lo logramos. Nuestro pueblo se ha salvado. La vida sigue y yo
también me voy”, dijo arreglándose las dos ruanas que siempre mantenía puestas.
Abrazó a todos con fuerza “Hasta luego, hasta luego buenos amigos”. Luego caminó
hasta la fogata del hielo que todavía ardía chirriante y metiéndose ahí de un salto se agachó para que la candela lo
cubriera completamente. Así fue como desapareció en el fuego que también se
apagó al instante.
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