Al fin se dieron cuenta que tenían hambre. Entonces sacrificaron decenas
de mulas que iban sin carga. Las arriaron entre silbidos, fuetazos y gritos dominándolas,
agarrándolas de las crines y las colas, amarrándolas con lazos, doblándolas
entre pataleos, coces y fuerzas, matándolas malamente con flechazos, lanzazos y
con cuchillos, tomándose la sangre salida a borbotones del corazón de la bestia.
Las descueraron sacándoles los intestinos afanosamente, casi sin
dejarlas morir. Luego se pelearon la carne cruda entre increíble desespero, jalando
y cortando en montonera como si ya
fueran a morirse de hambre.
El hielo se ensangrentó feamente mezclándose con el agua, corriendo en
arroyos que mas allá se congelaron dejando una mancha macabra y dolorosa.
Decenas de esqueletos-mula quedaron desparramados por ahí, rindiéndole homenaje
a la muerte mientras el cóndor se tragaba los intestinos entre aguerridos picotazos,
aleteos poderosos y desafiantes gritos. En poco tiempo el nevado se llenó de
águilas, gavilanes y decenas de animales terrestres que fueron atraídos irresistiblemente
por aquel banquete al que no podían faltar.
Otros indígenas que no pudieron comer carne de mula por la trifulca tan
macabra persiguiendo la carne, cazaban a flechazos los pájaros que iban volando entre la neblina hacia sus
nidos. Uno, dos, tres, cuatro . . .veinte indios acertaban los flechazos corriendo
a donde caían las aves convulsionadas, estremecidas las alas, las patas y todo
el cuerpo en la agonía. Les arrancaban desesperados las plumas comiéndoselos crudos,
entre actitudes hoscas y retadoras.
De pronto como impulsados por una extraña orden, empezaron a bajar de la
montaña entre carreras, silbidos y largos gritos, “Eeeeiiiiijjaaaaa,
eeeeeiiiijjjaaaaa, eeeeiiiijjjjaaaa” mas silbidos y berridos, “Uuuujjjjuuaaaaa,
uuujjjjjuuaaa, uuujjjuuuaaaa” con paso acelerado regresando a sus pueblos,
llevados por intensas e irracionales fuerzas que les aligeraba las dificultades
y los problemas de los caminos . “La tierra donde vivimos es lo principal. Allá
tenemos que volver” decían sin dejar de correr, de arriar las mulas, cargar a
los niños y en algunas ocasiones, ayudar a las mujeres que casi no podían
moverse entre el barro de los angostos caminos.
“Lo que me gustó en la caverna fue haber conocido a la diosa Dulima y a
los otros dioses que vinieron a visitarla” decía un indio haciendo fuerza para
sacar los pies de entre el barro tan espeso y pegajoso. “A mi me gustó mucho la
diosa Bachué. Dicen que tiene mas de dos mil años y lo joven que se ve”, dijo
una muchacha colorada y sudorosa, medio mueca, llevando cargado en sus espaldas
a un niño que no dejaba de llorar.
Las mulas relinchaban saltando y pateando, porque a pesar de ir cargadas,
se sentían libres, dueñas de los caminos y del aire. Corrían tercas entre el
barro, las piedras y las rocas, en medio de frailejones, entre los bosques y
los charcos mientras se iban separando con las tribus para llegar finalmente a
sus destinos.
Unas se fueron al norte, otras al occidente buscando sus tierras, lo
mismo que las demás. La única tribu que se quedó en el nevado fue la de los Panches.
Esperaban a que Ibagué se desocupara de lo que tenía que hacer con el guerrero Calarcá
y los magos, en la montaña resplandeciente. Después bajarían un poco sin rumbo,
a fundar un pueblo donde vivirían, para dejar de ser los vagabundos de los
caminos, como los llamaban.
El nevado se fue quedando solo, con el portón de la caverna abierto y
adentro el señor de la fuerza y del poder con los dioses, los jefes indígenas y
los amigos ayudantes en el pasado conjuro.
Quemuenchatocha estaba amarrado gritando verdaderamente como un loco,
“La pagarán caro malditos. Abusar de un hombre poderoso como yo, no tiene perdón.
Ya les llegará su hora”. Tenía los ojos afuera de las cuencas. Su saliva era
gruesa, medio negra y la espuma se le salía resbalándosele por la mandíbula
cayendo al suelo en largos, gruesos y repugnantes hilos. Su torcida naríz lo
hacía ver torvo y maléfico hijo de los demonios. Había perdido la corona de oro
y su cetro del poder que quedaron enterrados definitivamente en la arena de la
caverna. Su cabello espelucado, grasiento y medio cano le daba una apariencia
feróz. Solo tenía un guayuco que le iba hasta las rodillas y temblaba por la
rabia y por el frío que empezaba a metérsele en la sangre.
Calarcá e Ibagué lo empujaron hasta el portón de la caverna entre insultos:
“Así paga el diablo a quien bien le sirve”, le gritó Calarcá haciéndolo tambalear
y caer entre piedras que lo herían sangrándolo y amoratándolo muy feo. “Porqué
se quería robar las riquezas? Es que no le basta con los tesoros de su pueblo?”,
le gritaba Ibagué dándole puñetazos en la espalda y en los brazos “Querer matar
al señor de la fuerza y del poder es la mayor profanación al nevado y al pueblo
Pijao”, rugía embravecido el guerrero Calarca empujándolo otra vez, dejándolo por
fin fuera de la caverna.
Los seguía el gigante jefe del nevado, que le haría un conjuro para
dejarlo viviendo como un fantasma en el hielo por tres años.
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