viernes, 11 de enero de 2013

EL PAIS DE LA NIEVE 42 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao)


 
El cacique Quemuenchatocha se debatía  retorciéndose y maldiciendo, “Malditos pagarán caro lo que hacen con el gran jefe Quemuenchatocha. Les juro que sus riquezas serán mias. Sueltenme malditos que debo irme a mi país. Me están esperando mis tribus, y cuando vean que no llego me buscarán y acabarán con ustedes en un momento. Lo pagarán caro y se arrepentirán de lo que están haciendo”  

Entonces miles de indígenas y mulas viendo la entrada de la caverna abierta se lanzaron afuera como uno solo, en medio de apretujones, gritos, chiflidos, berridos, ansiosos de ver el nevado nuevamente, de gozar la noche, el aire limpio, las estrellas y la luna. “Yo quiero respirar el aire de la noche”, decía uno, muy nervioso “Que fue lo que nos pasó? No puedo entender nada”, argumentaba otro. “Tengo sueño. Quiero dormir otra vez y no despertarme mas”. “Siento como si mis brazos y mis piernas fueran de oro, como si mis ojos fueran diamantes y mi sangre de metal”. “Yo  estoy seguro que mis ojos son diamantes”. “Una rara magia ha pasado en la caverna. Seguro tantas riquezas que hay ahí, vuelven todo mágico” . . .”Me parece haber sido una estatua, o como un árbol muerto”.

Esos eran algunos de los comentarios del pueblo. Y ahora estaban felices siendo amigos del día y del sol, de la tierra que veían poderosa, de los bosques, los pájaros y el agua.

Tenían ganas de volver a sus pueblos a seguir sus vidas tan tranquilas. Sentían haber salido de un extraño sueño, como si hubiera sido una muerte de piedra o de metal.

Se buscaban llamándose a grandes voces. “Hola mujer donde estaaaá?”. “No encuentro a mis hijos, se me han perdidoooo”. “Mi abuelo y mis tios también están perdidoooos”. “Esto es el fin del mundoooo”. “Yalconeees, Yalconeees, vengan aquiiii”. “Sutagaaaooosss, Sutagaaaoooossss” “Aquí estoy Brunildaaaaa. Espere que no puedo pasaaaar”. “Las mulas se están volandoooo” “Que le pasó al nevadoooo?, veo que no es el mismoooo”. “Se me va a perder el oroooo” “Mis hijos donde estaaan?” . “Tengo hambreeee. Quiero mis piedras preciosaaaas”.

Que griterío tan aterrador, que movilización inolvidable la de ese pueblo en aquel día. Corrían extraviados en el hielo, tiritando de helaje y gritando muy chiflados, “Vengan, vengan”. “Donde está la chichaaaa? quiero calentarmeeee”. Iban con los ojos muy abiertos y enrojecidos, la respiración agitada, convulsionada, la saliva espesa y la lengua como un pedazo de leña sin control, buscando a sus mujeres, a sus hijos, su oro bajo la nieve cayendo, y entre el  frío metiéndoseles en la sangre, “Bbbrrrrr, bbbbrrrrr”, hasta que algunos jefes le fueron poniendo orden a ese caos. “Tenemos que separarnos por familias. Oigan, oigan, dividámonos  por tribus y verán que así nos encontramooooos”, gritaba un hombre maduro de buena musculatura y mirada chuzuda.

 Entonces viendo todos que así se ordenaba semejante caos, gritaron: “Sutagaaaaoossss, Sutagaaaoosss, vengan aquíiiiii”, gritaba uno. ¡Ambalaaass, Ambalaaassss, vengan aquíiiiiiii, Ambalaasss” y se acercaban formando grupos en todos lados según las tribus. “Pantaagoraaasss, Pantaaagoraaasss, vengaaaaan” gritaba otro hombre y se oían centenares de voces en la algarabía.

Por fin fueron separándose. Aquí los Ambalás, allá los Yalcones, los Putimaes, a un lado los pantágoras y cerca los coyaimas, los natagaimas, .los Sutagaos . . . hasta que la organización se resolvió encima de la nieve ahora compactada formando un suelo sólido, medio transparente.

Las nubes estaban pesadas, cargadas de helaje. Corrían lentas arrastrándose en el suelo obedeciendo las órdenes de Madremonte. Nunca mas abandonarían la montaña. Serían sus compañeras como vigilantes y mensajeras permanentes. Bajaban tanto que era imposible ver a un metro de distancia. Eso dañaba los intentos de organización. Y los indios aprovechaban el elevamiento de las nubes para correr, gritar, mirar y  ordenarse.

Después de un largo tiempo, se vieron por fin completas las tribus. Se reían reconociéndose y tocándose. Reconocieron también sus mulas, que eran tantas. Su oro y sus  piedras preciosas. “Esta mula y este oro es de los Yalcones. Yalconeees, Yalconeeesss, esta mula y éste oro es de usteeedeees. Vengaaaan, vengaaaan”. “Cojan esa otra mulaaaa, se le van a caer las ollas y se le van a regar las esmeraldaaaas. Esa mula es de los Putimaeeees. Putimaaeees, Putimaaaeesss, aquí hay otra mula con sus tesoroooos, es de usteedeess”

Así habían pasado la noche y gran parte de la madrugada.

El cóndor de los andes que andaba cerca esperando a la princesa, estaba asustado con el alboroto. No durmió nada, volando sobre ellos todo el tiempo, como queriendo ayudar en lo que fuera. Se deslizaba entre las nubes gritando también, contagiado de aquella locura.

El sol había hecho un largo recorrido botando rayos amarillos y rojos encima del hielo, que ellos aprovechaban calentándose en aquel nevado sobre el que no dejaba de caer la nieve, calladamente. Persistente.

La clasificación de las mulas no fue fácil porque muchas estaban sin marca, pero como las ollas  y los bultos tenían dibujos muy propios de cada tribu, se repartieron las riquezas sin problemas y sin peleas.

Al fin se dieron cuenta que tenían hambre. Entonces sacrificaron decenas de mulas que iban sin carga. Las arriaron entre silbidos, fuetazos y gritos dominándolas, agarrándolas de las crines y las colas, amarrándolas con lazos, doblándolas entre pataleos, coces y fuerzas, matándolas malamente con flechazos, lanzazos y con cuchillos, tomándose la sangre salida a borbotones del corazón de la bestia.

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