Por favor nubes hermanas, mantengan con
nosotros”
Y Madremonte danzaba envuelta en esas nubes.
Entonces Huenuman vió que habían conseguido una
parte de su trabajo, y sin dejar de clamar invocó al sol, a la luna a las
estrellas:
“Adorado sol, adorada luna, estrellas de mi cielo.
Les pedimos sus fuerzas y sus poderes,
Les invocamos la luz y la distancia.
Invocamos sus olas de fuego dulce sol,
Sus luces de perla bella luna,
Sus silencios y sus magnitudes, lejanas estrellas.
Dennos sus rayos.
Miren la danza de nosotros, solitaria en la montaña,
La hacemos para ustedes
escuchen la música de la bella princesa,
y el tambor de Mohan
Para que estén con nosotros, misteriosos y atentos astros, siempre,
siempre”
“Booommmm, boommm, booomm, boomm” repetían,
mientras Cajamarca danzaba embrujado por extrañas fuerzas.
Así rendían respeto a los planetas. Nadie
sentía frio, nadie tenía hambre ahora. Una alegría rara los tenía, olvidándose
de todo. Huenuman dijo:
“Tenemos que darle las riquezas a la montaña.
Así la despertaremos nuevamente. Vengan amigos, abramos el cofre de las
piedras preciosas y enterrémoslas sin demora”. Entonces Madremonte envuelta todavía
en nubes amarillas y rojizas cojió el cofre de barro, abriéndolo entre cantos y sonrisas enigmáticas.
Huenuman se arrodilló, metiendo la mano ahí,
sacando los diamantes, las esmeraldas y otras piedras de mucho brillo e increíbles colores. A cada uno le daba por
puñados. “Ahora yo me quedaré en el centro del cerro y ustedes enterrarán esas
piedras, Millaray en el norte, Madremonte en el oriente, Cajamarca en el
occidente y Mohán en el sur”.
Así se fueron a setenta metros de donde Huenuman
se había quedado y cada uno en su punto, escarbó enterrando las piedras
mientras decían plegarias para que la tierra dejara su ira. Las taparon luego con
la misma tierra que luego apisonaban con los puños.
Huenuman gritó con toda su fuerza.
“Oíganos mansa tierra, madre nuestra.
Se ha dado cuenta que la respetamos y la queremos.
Perdone las injurias del que la haya ofendido
Y vuelva a la vida a nuestros hermanos de raza.
Haga que tengan otra vez movimiento y también inteligencia para que
vuelvan a sus pueblos,
al sitio donde nacieron.
Noble tierra que nos da sus frutos,
que nos da la vida,
la queremos como a nuestra madre,
como a nuestra eterna madre.
Perdona la ofensa que le hayan hecho, por favor”
Y después continuaron en la danza, en los cantos
y en la música.
“Para terminar la ceremonia tenemos que hacer
el rito del hombre del helecho y el rito del fuego”, dijo Huenuman dando largos
saltos entre sus invocaciones. “Mohán, haga una fogata que dure mucho. Usted
que es el amo del fuego debe hacerla”. “Si”, contestó el, manteniéndose elevado
dos metros en el aire limpio, donde estaba desde hacía rato, después de haberse
puesto en trance con la música, la danza y las imploraciones. Girando lento
donde estaba, dijo: “El fuego debe nacer del hielo para que sea mas fuerte y
duradero. El fuego debe producirse del agua”. Y se concentró cerrando los ojos, bajando del
aire, muy despacio, y pisando la tierra algo desequilibrado y poniéndose en igual
estado mental que sus compañeros.
Miró a su alrededor encontrando bloques de hielo que juntó prontamente
en un alto montón, tan grande como el, pero mas ancho. Se arrodilló agachando
la cabeza, pronunciando palabras mudas. Sus amigos sabían que era un conjuro a los bloques de
agua. Así duró veinte minutos, hasta conectarse con los átomos de ellos.
Los otros no dejaban
de danzar, de clamar y de tocar la flauta y el tambor. Cuando Mohán vio que todo
estaba listo, dio un soplo mágico encima de los yertos pedazos de agua congelada, que de inmediato se
encendieron con llamas chispeantes, muy vivas, de colores nunca vistos. Eran el rojo puro, el azul, el verde y el violeta. Ahí Cajamarca
y Millaray se dieron cuenta que los colores que ellos conocían eran demasiado
elementales en comparación con los colores de las llamas salidas del hielo. Las
altas flamas eran calientes pero no quemantes, se inclinaban a los lados bujando
profundas y algo rabiosas.
Cuando ya el fuego se alzó calentando el
espacio, las nubes que rodeaban a Madremonte desaparecieron dejándola visible.
Huenuman paró de danzar secándose el sudor que lo tenía agotado, respirando
profundo y caminando hasta la escultura del hombre del helecho. La levantó acomodándola
entre dos piedras grandes cerca a la fogata. Se soltó de la cintura un pedazo
de rejo que siempre llevaba ahí, continuando su danza alrededor de la
escultura a la que azotaba muchas veces diciendo a gritos.
“Genios de la tierra, cuidadores de la gran
madre.
Ustedes, organizadores de todo lo que hay
revélenos el secreto.
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