viernes, 23 de noviembre de 2012

EL PAIS DE LA NIEVE 35 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao)




“Baje el ala cóndor de los Andes, baje el ala”, gritó Millaray saliendo de debajo del buitre y corriendo hasta quedar frente a el, para que la viera. “Como ordene princesa”,  contestó el cóndor dejando caer el ala izquierda al suelo para que la gente se sujetara, y así subirlos a sus costillas.

Primero fueron Millaray y Madremonte las que se agarraron de las plumas, quedando como dos moscas pegadas en el ala. Cóndor las subió llevándolas hasta la espalda, donde se desprendieron poniéndose de pié para recibir a los otros que venían cargados con los objetos para el rito. El ave bajó el ala otra vez y los hombres se distribuyeron las cosas acomodándolas en sus espaldas a manera de jotos. Rápidamente se prendieron de las plumas diciendo: “Suba el ala cóndor, suba el ala ya”. “Como ordenen” respondió el buitre, levantándolos hasta su costillaje a donde llegaron acomodándose como mejor les pareció. Cajamarca que había viajado varias veces en esa ave, se hizo junto a Millaray mientras Madremonte, Huenuman y Mohán los rodearon acomodando a los lados los utensilios del ritual y metiéndose entre las plumas para evitar el viento tan helado, quedando casi escondidos, semejantes a piojos entre el plumaje de un pájaro.

Ya preparados gritaron: “Arranque cóndor, vuele entonces al nevado del Tolima”. “claro, ya estoy listo”, dijo el buitre buscando una alta roca donde se pararía para lanzarse al vacío.

Miró entre las montañas la ruta que llevaría, observó las nubes para ver si iba a llover o si haría buen tiempo. Puso a funcionar la glándula de la dirección, y sin dudar desplegó las alas moviéndolas poderoso, dejándose ir al vacío silencioso en esas horas de la tarde. Se fue sereno en el espacio blanquecino batiendo mucho las alas para calentarse y ganar altura mientras los viajeros se sujetaban de las plumas, mirándose nerviosos y felices. Observaban el paisaje deslizándose debajo de ellos como un mundo ajeno, prohibido.

Remontaron el caudal del Anaime que ya iba disminuyendo su volumen. El cañón era hondo entre poderosas montañas vestidas de bosques y pobladas de animales. Vieron chozas de algunas familias alejadas, de las que salía el humo de las cocinas.  Se encontraron con nubes gruesas impidiéndoles la visión. Un viento muy frio se metía entre las plumas del cóndor queriendo congelarlo. Los viajeros también sintieron helaje, atropellaban los dientes, se frotaban los brazos, las mejillas y se les amorataba la carne, “Envuélveme con tu ruana, Cajamarca, que me muero de frío”, le dijo Millaray arrunchándose contra su amigo que también se protegía entre las plumas, “Este viento me va a helar los huesos y la sangre”, dijo Madremonte pegada a Mohán. “Si.” contestó él fumándose otro tabaco, chupándolo seguido para calentarse. “Si uno se lo propone puede aislarse del frío cuando quiera, aunque esté entre el hielo. Basta una dosis  de verdadera voluntad y buena concentración”, dijo el mago Huenuman disfrutando del viaje como si fuera verano.

Llovizna como agujas caía sobre ellos desde hacía media hora.

“Cóndor, bajamos un rato mientras deja de llover? gritó Millaray afanada. “Esperen vuelo otro poquito. Como hemos venido veloces, ya no falta mucho para llegar, pero si usted quiere princesa, podemos aterrizar en los bosques de eucaliptos”. “Si cóndor, bajemos porque aquí nos vamos a helar”. “Baje pronto”, le ordenó Mohán al que el agua le había apagado el tabaco. Entonces el cóndor volteó al oriente metiéndose entre otras nubes, bajo el aguacero que se hacía mas recio.

Pronto pisó el suelo en un espacio libre de árboles, lleno de muchas piedras y grandes rocas. Era el mismo sitio en el que Huenuman y el león de melena roja habían pasado la noche en su viaje desde el nevado hasta el pueblo de Cajamarca. El mago dijo: “Llegamos a un lugar en el que nos descamparemos bien. Ahí hay una cueva donde podemos meternos y calentarnos sin problemas”. “Y usted como sabe eso?”, le preguntó Millaray quitándose el agua de los ojos..”Porque he estado ahí, y ahí he dormido”. “Si?, entonces vamos”.

Ya en tierra, se deslizaron por el ala del buitre recogiendo los elementos del rito y corriendo bajo el aguacero detrás de Huenuman que los llevaba a la cuevita. Llegaron por fin allí, y metiéndose afanados, se escamparon del diluvio que posiblemente iba a durar mucho rato.

El tiempo pasaba líquido, congelante. Todavía debía haber luz, pero parecía que ya fuera a anochecer por las nubes que no se iban del bosque y por lo espeso del agua resbalándose desde las hojas.

La cavernita estaba oscura y también muy fría. Huenuman se acordó de los bichos que pudieran haber allí, como le había pasado hacía poco, y les dijo: “Esperen voy a prender una antorcha para que haya luz y calor, para que las plagas se vayan y poder estar tranquilos”. “Bueno”, dijo Madremonte apretándose contra las peñas como pidiéndoles protección. Entonces el mago cogió la antorcha abandonada en un rincón desde la vez pasada y soplándola hizo aparecer llamas azules, verdes y amarillas que iluminaron la cueva dándoles calor. Todos quedaron admirados del prodigio del mago, porque sin necesidad de chispas ni de combustible, encendía la antorcha con su aliento. El los miró sonriendo y ellos no dijeron nada. La puso en lo alto de una roca. Se acomodaron arreglando las hojas secas que Huenuman había traído la vez anterior para ablandar la talladura de la arena y la dureza de la tierra seca.

 

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