“A sus órdenes mi gran señor Cajamarca. Estoy dispuesto para gobernar al
pueblo como me ha pedido. Confía en éste hombre viejo que te respeta y te
quiere. Ve sin problemas a lo que tengas que hacer, y cuando vuelvas
encontrarás a tu pueblo en orden y tranquilidad”, dijo el taita moviendo el
palo a uno y otro lado mirando a Cajamarca con sus ojos serios “Gracias taita
Amuillán. Siempre he confiado en ti por tu conocimiento y por tu prudencia. Sé
que harás las cosas con sensatez y cordura”.
El cacique dejó a Amuillán indicándole al pueblo que podía empezar el
rito de los buenos augurios, relacionados con el misterioso y reciente acontecimiento
sufrido por los Pijaos en las entrañas del nevado del Tolima. Ese rito lo
hacían para que los jefes del pueblo y otros principales, tuvieran buen viaje a
la montaña de hielo y para que les fuera bien en las cosas que tenían que
hacer.
Empezaron entonando un cántico ronco que tenía la propiedad de
conectarlos prontamente con el universo. Bailaban alrededor de grandes fogatas
que habían prendido en muchas partes del caserío, mirando la tierra que giraba
con ellos a gran velocidad. Hacían sonidos con las palmas de las manos, golpeaban
tambores de pieles de animales que acercaban también a la piel de la tierra
para despertarla y sentir su vibración. Eran ecos subterráneos, muy profundos facilitándoles
la danza. Sonaban flautas nostálgicas enviando los sonidos al espacio que se
ponía alerta por el despertamiento que le hacían de modo tan bello.
El canto y la danza los ponía enajenados a todos. Así establecían alianzas con el sol, la luna,
el fuego, el agua, el viento y la tierra, los bosques, los animales. Era una
danza de colores y fuego, de fe y entrega, una identificación total con la naturaleza.
“Boooomm, bbooommm, bbooomm, bboommm, bboommm” entonaban incansables poniéndose
en relacion con el todo. “Bboomm, bboooomm, bbooomm” cantaban y danzaban
mientras el sonar de los tambores y la música de las flautas y los cuernos se
les metía en los huesos, en la sangre, en toda la carne, emborrachándolos sin
necesidad de chicha, hundièndolos en un trance placentero, inexplicable y del que no querían
salir.
De pronto Cajamarca, Huenuman, Millaray, Madremonte y Mohán, salieron de
la maloca de manera encubierta frente al pueblo, llevando las cosas que
consideraban necesarias para la ceremonia que harían en el nevado. “Dejemos que
el pueblo siga en su adoración, no los interrumpamos”, dijo Mohán mirando el
caserío tan iluminado por las fogatas y por las luces de las antorchas y
chupando el tabaco que había encendido otra vez, mágicamente, con solo soplarle
la punta. Atravesaron un ancho patio entre otras chozas, mojado por las lluvias,
muy embarrado y liso. Entraron a la penumbra del bosque donde habían gritos,
chirridos, rugidos y cantos, dejando de ese modo al pueblo en su rito adorativo.
“Está fresco el día”, comentó Huenuman que notó el silencio de sus amigos. Caminaron
entre troncos viejos, piedras testigos del tiempo, charcos peligrosos, ramas y
malezas durante veinte minutos, llegando finalmente a una baja montaña de rocas
milenarias en las que descansaba el cóndor de los Andes.
“Subamos, ya falta poco para encontrar al cóndor”, dijo el joven
Cajamarca, señalando el pico de la montaña envuelto con la neblina. “Es fácil
el camino hasta el nido de mi buitre”, dijo la princesa Millaray haciéndose
delante del grupo y caminando rápida en la cuesta que subía a paso largo,
porque quería encontrar ya a su ave. Con ella había ido a muchas partes de
Amerindia. Por ella conocía otros países y costumbres y tenía amigos
importantes en bastantes lugares.
De pronto vieron arriba una enorme ave que también los miraba con mirada
segura e interrogante “Gggrrr, ggrrrr, gggrrrr” sacudiendo las alas para
saludar a su amiga Millaray a la que había visto caminando entre las piedras y
las rocas y para saludar a los otros que venían con ella. Se desperezaba del
largo sueño que había tenido, atravesando el Anaime con la princesa y el mago
Huenuman. “Gggrrr, gggrrrr”.
Llegaron a lo alto de las rocas.
“Hola cóndor, mi amigo”, gritó Millaray caminando
debajo del ave hasta sus patas a las que se recostó tocándole las plumas bajas,
presionándolo suave. El buitre se estremeció lanzando un grito: “Ggggrrrrr,
ggggrrrr”. Huenuman sonrió viendo la escena. “Cómo se conocen y se quieren de
bien”, comentó acomodando debajo de su brazo la escultura de un hombre, tallada
por un artista de la tribu en un helecho y que llevaba para el rito. “Parece
increíble”, comentó Madremonte. “El mundo es maravilloso. Adorar el universo
para lograr comprenderlo es lo mejor que nos puede pasar” respondió Mohán. “Vengan, vengan, alistémonos para subir a las
costillas del cóndor que ya está listo para el viaje”, dijo el jovencito
Cajamarca parándose en una alta roca desde la que quería subir a las espaldas
del ave.
“Baje el ala cóndor de los Andes, baje el ala”,
gritó Millaray saliendo de debajo del buitre y corriendo hasta quedar frente a
el, para que la viera. “Como ordene princesa”,
contestó el cóndor dejando caer su ala izquierda al el suelo para que la
gente se sujetara, y así subirlos a sus costillas.
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