sábado, 13 de octubre de 2012

EL PAIS DE LA NIEVE 27 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao) Corregida y ampliada


En ese momento Huenuman abrió los ojos. Se había sobresaltado con la visión. Miró la antorcha intacta con su fuego azul flameando, y pensó “Será que de verdad hay algún valle de árboles carnívoros que yo no conozco? . . .No he oído hablar de eso en todo mi tiempo, pero hay que tener cuidado. Cualquier cosa puede pasar”

El león sintió al brujo despierto. Se levantó sacudiéndo la cabeza y bostezando. “Ooooggggrrrr para llamarle la atención a su amigo”. Rondò por ahí y como vio que Huenuman se acomodaba otra vez, casi sin mirarlo, también hizo lo mismo, ahuecándose entre las hojas y las rocas para seguir durmiendo. Así pasaron la noche, sintiendo el viento silbante y el penetrante sereno hasta que después de largas horas el sol apareció entre nubes color ladrillo al otro lado de los árboles, en fantasmagóricas montañas envueltas en neblina.

Con esas luces que  apenas podían meterse por entre las hojas de ese bosque, el leòn se parò sacudiéndose violento para despertarse.

Huenuman todavía estaba dormido porque la cueva se habìa calentado con el fuego de la antorcha y el ambiente se hacía acogedor. Ese calorcito lo profundizó harto, y como también estaba cansado y maltrecho, su cuerpo aprovecho la buena situación para reponerse como debía. El leòn se le acerco despacio dándole inesperados lambetazos en la cara, “Levàntese señor, ya es hora de seguir el camino, debe dejar la pereza porque hay muchas cosas que hacer” le dijo miràndolo penetrante, mientras el brujo sonreìa limpiándose la cara con la ruana. “Pero primero buscaremos algo de comer” añadió el león. “Si”, contestò Huenuman “No podemos seguir el viaje, sin haber comido algo que nos dé fuerzas”.

El mago se paró arreglándose el pelo greñudo y alborotado, y acomodándose la corona de plumas para que los mechones no se le vinieran a la cara. Acarició espontáneamente la melena de su amigo que recostò la cabeza en sus piernas quedándose así solo un momento.

Después salieron.

Caminaron entre los àrboles en silencio por si acaso encontraban una presa que les quitara el hambre. El olfato del leòn y del hombre se pusieron intensos y sensibles. No fue difícil encontrar la presa porque el bosque estaba lleno de animales, muchos desprevenidos a esas horas de la mañana que les parecían sosegadas y sin riesgos. Huenuman y el león iban a aprovechar cazando alguno que les saciara el hambre, dejándolos satisfechos.

De pronto hubo un inesperado salto entre el silencio agazapado. Un zarpazo enorme y brutal del leòn, cayo encima de un ternero incauto extraviado del rebaño de su madre y que comìa ramas tiernas en ese momento. En menos de un minuto quedó tendido entre la maleza debajo de un árbol de eucalipto que le hacía estorbo al sol. Se retorcía bajo las fauces de la bestia que le desgarraba la piel, sacándole los intestinos y las otras entrañas con fuerza ciega, insaciable. Tenía los ojos brotados, enloquecidos sabiendo que hasta ahí le llegaba la vida por haber sido tan confiado. La lengua le bailaba extraviada en la boca tan abierta y gemía llamando a su mamá que podría estar muy lejos.

La fiera se le aplico en el cuello con su fuerza bruta. Apretaba mas y mas, dejándolo exánime en las malezas. Ahí aflojó un poco, volteando a mirar al mago con delirio y ansia. “Tiene que dejarme algo de carne”, le dijo Huenuman, viendo que su amigo se disponia a devorárselo en pocos bocados. El felino volteò a mirarlo diciéndole “Coja un pernil y lo asa, porque si se descuida no le dejo nada”. “Si, eso hare inmediatamente” replicó el mago. Sacò entonces un largo cuchillo que guardaba entre el guayuco y la cintura, y agachándose, aparto al leòn que rugiò disgustado, pero que al final esperò hasta que Huenuman cogiò un pernil con el que se fue a la entrada de la cueva.

Iba a prender una fogata aprovechando la candela de la antorcha que todavía estaba viva y flameante como si la hubiera prendido hacía poco. “En corto tiempo lo asaré y calmaré esta hambre que me está matando”, pensó juntando palos secos, ramas, hojas, poniéndolas de tal modo que la candela se elevara pronto.

El resto del ternero ya lo estaba terminando el leòn tirando de la carne con furia. En poco tiempo lo desapareció en su panza, quedando satisfecho.

 Huenuman embutió la antorcha prendida entre las ramas, dejándola ahí, hasta que las llamas se alzaron airadas entre los palos crepitantes. Puso el pernil encima, después de haberlo adelgazado con el cuchillo. La carne chirrió pronto, cambiando los colores de la candela que se retorcía como cuerpo de mujer, haciendo volar chispas azules, verdes, violeta y amarillas que se elevaban perdiendose raramente en el aire limpio de esa mañana. Le daba vueltas y vueltas sin parar a la carne, hasta que un apetitoso olor se elevo, provocando a los gallinazos y a otros animales que se acercaron cautelosos asomándose entre las ramas y por los bordes de las rocas.

Mientras tanto el hombre cortaba pedazos y pedazos de carne, saboreándola en medio del humo que lo rodeaba insistente, casi ahogándolo. Finalmente le dieron ganas de empezar el viaje de hoy que presentía aventurero y veloz.

Se limpió la boca con la ruana, se paró del tronco chupándose los dientes diciéndole al león, “Vámonos amigo que se nos hace tarde. Hoy tenemos que llegar a Cajamarca, no podemos perder el tiempo”. “Bueno, como ordene señor Huenuman. Móntese y nos vamos”.

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