Cogió un poncho de algodón que llevaba debajo
de la ruana, lo enrolló en un palo grueso y soplando varias veces, originó mágicamente
un fuego amarillo-azuloso no quemante pero que iluminaba mucho “Esta antorcha
me ayudará”, pensó.
Entró a la cueva y acercándola a las paredes,
al techo, al suelo, hizo que mas de doscientos bichos negros, peludos salieran espantados,
escabulléndose de la luz y del calor, que eran sus enemigos “Ah, eso era lo que
querían”, dijo el brujo, animado. El león al verlos entre la maleza y encima de
las piedras brincó alterado evitándolos porque el sabía que un enemigo tan
pequeño podía hacerle mucho daño, sin darse cuenta. “Esta plaga quiere matarme
y eso no lo admito”, dijo saltando nervioso muchas veces entre los troncos, las
ramas y las piedras
Cuando Huenuman vio que la cueva había quedado
limpia de ésta peligrosa compañía, salio a buscar hojas suaves y secas que le sirvieran
de cama. “Necesito una buena blandura para pasar la noche tranquilo”.
Se fue por la derecha, observando como la
neblina tan espesa tapaba los àrboles. Se agachò, dio vueltas a uno y otro lado,
levantò la cabeza examinándo a lo alto, caminó despacio entre las yerbas, llegando
finalmente con un brazado de hojas algodonosas al borde de la boca de piedra. Entrò
tirándolas al suelo y extendiéndolas al mismo tiempo. El león lo miraba
solamente. Bostezó largo, se lamió el hocico y se tendió a la entrada protegiendo
a su amigo que ya descansaba tirado sobre las hojas, después de dejar la
antorcha prendida en un hueco alto para que los alumbrara toda la noche y para
que además espantara a los animales que quisieran llegar. “Tengo hambre” dijo
el león, acomodando las patas entre dos troncos “Pero ahora no quiero meterme
en el bosque. Mejor es dormir.“Yo también tengo hambre, pero aguantaré hasta
mañana”, contestó Huenuman tocando al león con los pies, dándose calor.
El león cerró los ojos pensando en su leona que
a estas horas cuidaría a sus cachorros en la lejanía. Hombre y fiera se
quedaron dormidos mientras las horas pasaban pactando cosas con los árboles,
los ríos, las piedras y las montañas.
Huenuman no soñó nada, sino que después de
haber dormido un rato, se despertò y teniendo los ojos cerrados tuvo una
visión:
Vio decenas de árboles carnívoros en un valle
por el que pasaba una desprevenida tribu de indios Pijaos. Entre la algarabía y
las risas descuidadas de la tribu, los árboles estiraban silenciosos las ramas
como tentáculos formando redes para que ninguno escapara de su fuerza y su
deseo. Sorpresivamente iban agarrando a los indios llevándolos despaciosos en sus ramas hasta sus enormes y lascivas
flores violeta, que se abrían hambrientas envolviendo con los pétalos y los
estambres a los infortunados hombres que querían escapar sin conseguirlo, porque
una baba espesa y pegajosa, los pegaba a ellas derritiéndolos sin piedad. También
les chupaban la sangre y se devoraban la carne disuelta con la baba y los ácidos
que secretaban a chorros.
Cogidos así por aquella maraña espesa, gritaban
punzados por los dolores. “Huyyyyyyyy, estas flores son asesinas. Me apretan mas
y mas y no puedo soltarme”, decìa uno. “A mi me estàn estrangulando.
Haaaayyyyyy, haaaayyyyyy, haaaaayyyyy, que dolor, sálvenme”, gritaba otro. Todos gritaban enloquecidos, retorciéndose
entre convulsiones, pretendiendo destruìr los pètalos y los estambres que
indetenibles los iban engullendo. Se debatían sintiéndose secos y ya débiles. Las
flores los apretaban mas y mas, tragándoselos insaciables. Era como caer en la boca de una
fiera y mucho peor, los ácidos los penetraban derritiéndolos, las flores
giraban a todo lado con ellos, poderosas e invencibles. Parecían enormes
vaginas silenciosas, hambrientas incapaces de dejar una presa por ahí. Todo lo
tomaban y todo lo devoraban en su inexplicable orgasmo. “Me muero, me estoy muriendo”,
gritaban los hombres, que ya empezaban a gonizar.
Esa guerra duro alrededor de media hora, que se
extendió como siglos. Cuando los indios perdieron su fuerza y se debilitaron lanzando
inaudibles quejidos, iba quedando únicamente el esqueleto que las flores
tampoco despreciaban, porque otros poderosos ácidos los desintegraban y ellas
los llevaban a sus órganos para seguir reproduciéndose y multiplicándose.
En ese momento Huenuman abrió los ojos. Se había
sobresaltado con la visión. Miró la antorcha intacta con su fuego azul flameando,
y pensó “Será que de verdad hay algún valle de árboles carnívoros que yo no
conozco? . . .No he oído hablar de eso en todo mi tiempo, pero hay que tener
cuidado. Cualquier cosa puede pasar”
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