En dos ocasiones se encaramó en las espaldas de los cocodrilos que se resistían a morir. Se les subía en el cuello y después de inmovilizarlos, les clavaba un cuchillo en su único ojo, haciéndolos lanzar gritos que paralizaban de terror a los Pijaos. Después, agarrándolos de las mandíbulas, se las abría mas y mas rompiéndoles los huesos, los músculos, los tendones, dejándolos tendidos en el suelo.
Los pueblos, animados por su valor, se le unieron levantando los arcos, apuntando y enviando nubes de flechas contra las bestias que en poco tiempo exterminaron dejándolos tendidos, entre charcos de sangre y pedazos de carne destrozada encima de la nieve, entre las piedras y las rocas y sobre la arena de la cueva. También usaron lanzas y redes de bejucos que les sirvieron como pocas veces les había pasado. Quedaron vivos únicamente los elefantes, que no quisieron meterse en semejante batalla porque no querían quedarle mal a Dulima. Ahora levantaban los mocos, gritando larga y sonoramente su victoria con solo haberse mantenido tranquilos y en paz.
La puerta de la caverna se cerró automáticamente después de la batalla, quedando afuera solo un hombre de edad incalculable y gran vigor. Era el poderoso brujo Huenuman, el mas grande y antiguo de los brujos Pijao, que sentado en un bloque de hielo, acariciaba el lomo de uno de los leones de melena roja, que también se había quedado afuera acompañando al sabio, del que era buen amigo.
A ese brujo era imposible calcularle la edad por mas que se intentara. Muchos decían que tenía mas de novecientos años, otros afirmaban que ya había vivido tres mil cuatrocientos veintisiete años, y los otros murmuraban que era un ser poderoso capaz de hacer lo que quisiera, y que dominaba la eternidad.
El brujo, mientras tanto pensaba: “El pueblo Pijao ha quedado encantado y petrificado dentro del nevado, como pasó hace miles de años. Ahora tendré que salvarlos del hechizo o si no, nunca volverán a ver la luz del sol, ni el brillo de la luna. Me espera una larga jornada de trabajo y de sacrificios a los dioses, y tu león, serás mi compañero en ésta briega” y le acariciaba la roja melena dándole golpecitos en el lomo que el león estrujaba diciéndole: “Si, gran brujo.. Nos espera una larga jornada. Cuenta conmigo en lo que necesites”. Huenuman se levantó estirando los brazos y arreglando su corona de plumas que tenía desordenada y sucia. Sacudió las dos largas ruanas que lo abrigaban y que estaban empapadas por los aguaceros, y mirando la roca por donde había entrado el pueblo a la cueva, dijo: “Pueblo Pijao, yo seré su salvador. No se preocupen que pronto volveré”. “Si”, murmuró el león en un rugido, estrujando la melena otra vez porque entendía bien las intenciones de su amigo.
En la caverna el alboroto era frenético. Todos se buscaban en un desconcierto de fin del tiempo. Las tribus se buscaban como agujas. Las madres preguntaban a sus hijos, a sus hermanos, a sus maridos, a sus tíos, y los hombres indagaban por sus mujeres, por sus hermanos, sus hijos. La barahúnda tan bestial no terminaba. Mucha gente gritaba golpeándose contra las paredes y las piedras, o tirándose como troncos con todo su peso en el suelo, llorando y arañándose raramente.
De pronto vieron que de lo hondo de las rocas y las piedras, salía una sombra temerosa de catorce metros de alto y dos de ancho, que tenía forma humana. Era increíble verla traspasar las piedras y las paredes como si para ella no hubiera obstáculos. Al comienzo se movió vacilante, pero después de encontrarse completamente frente al pueblo, se transformó prontamente en un cuerpo consistente, en un organismo material. Se le formaron los brazos musculosos, las piernas largas, largas, muy peludas, la cabeza enorme y mechuda con sus ojos pequeñísimos como ojos de buho, nariz larga, semejante al moco de un elefante, pelo negro y largo que le llegaba hasta el suelo y la boca igual a la de un elefante. Tenía la piel gruesa, resistente y acartonada, exacta a la de los paquidermos, además una cola parecida a la de un caballo, pero mas larga y brillante y que se le confundía con el pelo tan grasiento de hebras gruesas.
El silencio era total porque el monstruo caminó entre la gente asustada que se empujaba para darle paso, sin atreverse a decir nada. Ese monstruo movía los brazos descoordinadamente agachándose, como si quisiera agarrar a alguno de los hombres que estaban a sus pies como simples e indefensas hormigas. Muchos fueron los que palidecieron desmayándose y cayéndose semejantes a vástagos, viéndose tan pequeños frente a aquella criatura de la que no habían oído hablar nunca .
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