En ésta ocasión traían para Dulima la nariguera mas valiosa y mas bella guardada desde hacia quinientos cuarenta y tres años en un cofre de esmeralda, fabricada en las tierras de Muzo. Tiempo atrás se la regaló la diosa Bachué al cacique de la tribu, en una visita que le hizo, buscando el pájaro de mil colores.
Dulima lo miró con deleite. De pronto recordó haber visto ese cofrecito en la choza de un brujo sabio, a orillas de la laguna de Guatavita, hacía mas de cuatro mil años en un encuentro que tuvo allá, con otras diosas del imperio de Columbus, cuando apenas empezaban a formarse los hombres de estas regiones. Sonrió mirando a yexalen con picardía. Sonrió también a los Sutagaos y se lo pasó a la joven esposa de Ibagué para que lo guardara en el costal que el sostenía encima de su caballo.
Ahí venían otros en caravana, en una danza ritual, entre cánticos lúgubres y guturales: Oh,oh,oh,oh,oh,oh diosa Dulima, sea nuestra protectora por siempre. Lo necesitamos. Oh,oh,oh,oh,oph,oh diosa Dulima no nos olvide nunca, nunca”, cantaban en coro, y con la cabeza agachada se inclinaban frente al blanco elefante donde la deidad les ponía atención mientras el viento pasaba fuerte creando sonidos miedosos.
Había una fiesta de colores en sus ropas de lana de ovejo, y en sus caras pintadas con rayas geométricas y puntos de colores verde, azafrán, negro y rojo. Mucho barro del camino en sus pies y en todo su cuerpo lleno de sudor, y agrio olor. Eran los Yalcones, de ojos color miel y piel morena, pelo negro bastante largo. De estatura regular. Danzaban al ritmo de tambores y flautas en sus tribus, adorando al sol alrededor de las fogatas cuando apenas empezaba a amanecer y mientras las estrellas desaparecían en el hondo espacio.
Se dedicaban a la fabricación de tobilleras de oro, plata y bronce que fundían en incandescentes hornos de barro jamás apagados porque era difícil volverlos a poner a esas elevadas temperaturas a que los mantenían.
Habían llegado bailando concentrados, golpeando el hielo con las puntas de gruesas varas del monte, mientras entraban en un trance que los ponía en distintos estados de conciencia. Le traían a Dulima, una tobillera de oro con seis esmeraldas acuñadas, que formaban signos de la tribu. Se la pasaron a Yexalén que a su vez la entregó a la diosa “Gracias Yalcones. Se ve que esta tobillera fue hecha por un refinado artista dedicado a la creación de éstos objetos. Voy a ponérmela, porque me encanta su finura y porque el sonido de sus extensiones es dulce.
Parecidos a los Yalcones eran los Pantágoras, gente dedicada a la reflexión, a la meditación en los bohíos, bajo los árboles y a la orilla de los ríos, muchas horas al dia, mientras los niños gritaban en sus juegos, las mujeres hacían los oficios en las cocinas y los animales domésticos caminaban de un lado a otro, siendo espantados de vez en cuando para que no se tragaran la comida del pueblo.
Ya frente a Dulima, desfilaban con antorchas prendidas, de luces azules y verdes, movidas por el viento del oeste que barria pedazos de hielo y miles de hojas en el nevado blanco y traslúcido de esa hora.
Tenían adornados los brazos con plumas de pájaros exóticos que se amarraban allí, y en el cuello llevaban varios collares de colores, hechos con pepas de los bosques. Le dieron a Dulima una pirámide de barro fino, con cuatro esmeraldas en la base y un diamante en la punta. Uno de ellos levantó la voz diciéndo “Por esa pirámide, diosa Dulima mucha gente se ha vuelto poderosa”. Ella contestó: “Si mensajero, he oído hablar mucho de eso. Esta pirámide la tendré a mi lado porque me dará fuerza y gran energía. Gracias por éste regalo”.
Y agarrándola, la miró por todas partes, devolviéndosela al cacique Ibagué para que la acomodara en el costal.
Después, los Pantágoras siguieron en su desfile de antorchas, alejándose de la diosa entre cánticos profundos y sonidos de sus manos.
Desde lo que ahora es Espinal, Guamo y Saldaña, vinieron hombres de anchas espaldas, diminuta barba, largos brazos, largas piernas y gran resistencia para correr distancias. Eran los Putimaes, maridos de querendonas mujeres morenas, con aromas de sexo hasta en los movimientos. Le traían a Dulima lindas artesanías. Desde ollas finamente fabricadas, con dibujos raros, hasta platos bordeados con hilos de oro, tasas decoradas con figuras de colores, bandejas con esmeraldas y recipientes de comida. Figuras indígenas en gimnasia, esculturas de brujos invocando al sol, y caciques en guerra, lanzando flechas envenenadas. En pocos minutos se fueron entre las mesetas y los picos relucientes por la luz.
La diosa escuchó de pronto, sonidos de tambores y flautas en una canción que llenaba la sangre de calor. Eran los Coyaimas, músicos famosos en muchas partes. Tocaban música fiestera entre la gente del nevado, que les abría campo para verlos. Eran conocidos también, por ser los mejores fabricantes de alpargates que distribuían en las regiones cercanas. Raza paciente, observadora, de frente mediana, pelo muy negro y ojos agudos. Le traían a Dulima diez pares, bien trabajados con fibras de maguey. La diosa se midió un par y dijo: “Estas alpargatas las guardaré bien para que las futuras generaciones recuerden a los Pijaos en sus oficios sencillos y nobles”.
Se los quitó sintiéndoles la suavidad, mientras el elefante pateaba el hielo.
Calarcá estaba serio junto a su amigo Ibagué que juicioso le recibía los regalos a Dulima acomodándolos en el costal. Vio a Yexalen al lado de la diosa, y como ya estaba cansado, saltó a su caballo y se quedó sentado ahí, mientras miraba a los Pijaos hablar, reírse, emborracharse, gritar, silbar . . .
los Natagaimas, vecinos de los Coyaimas, eran expertos en la fabricación de tabacos. Por eso eran muy amigos del mago Mohán, gran fumador al que continuamente le mandaban bultos de tabacos de buena calidad. En éste momento ese mago debía estar en el país del cacique Cajamarca, con la princesa Millaray, con el cóndor de los Andes, que los llevó desde el nevado hasta allá, y con su amiga Madremonte, que casi nunca lo dejaba.
Los Natagaimas le obsequiaron un anillo de oro con un diamante muy brillante. Era un anillo delicado, que la diosa se puso en su dedo, diciendo: “Cualquier mujer se enloquecería con un anillo así. Gracias indios Natagaimas”.
El sol estaba alto y nadie sentía frío en la montaña blanca. Tampoco sentían hambre. Era lo de menos.
La muchedumbre gritaba, lanzando largos silbidos. Muchos se forzaban entre la gente para llegar junto a la diosa. Dulima era para ellos la gran deidad porque las antiguas leyendas afirmaban que los había creado con un copo de hielo al que le había dado forma humana y al que le había dado vida con un soplo de su boca. Por eso era que la seguían y la veneraban como su madre única, su deidad protectora.
Después la diosa siguió en una caminata montada en el elefante blanco que sin duda la llevaba a algún lugar que solo ella conocía.
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