lunes, 25 de junio de 2012

EL PAIS DE LA NIEVE 9 (La desconocida y fantástica historia del pueblo Pijao). corregida y ampliada.



Yexalen, que estaba al frente de las mujeres le hizo una seña a Dulima “Espérenos un momento diosa”. Entonces Dulima con un movimiento mágico de la mano, la  elevó prodigiosamente, acomodándola en el lomo del elefante, donde la diosa le dio la mano para que se sentara. “Que es lo que quieres?, le preguntó Dulima. “Las mujeres queremos regalarle éstos aretes, y esta pulsera”. Contestó Yexalen felíz, con su vestido de fuertes colores, los ojos rasgados, negros; su corona de plumas de pájaros, y su cara de rayitas negras, rojas y verdes que la ponían muy linda. Le dijo a la diosa: “Son un tesoro del brujo mayor, Huenuman, que los ha guardado mucho tiempo en su baúl de tesoros  y creemos que es el momento de dárselo a alguien como usted”
Dulima los cogió, diciendo mientras el elefante crepitaba duramente el hielo debajo de sus patas “Este regalo es una preciosura. El diamante que me das, es el mas puro que he visto en Amerindia”. Y elevando la voz, dijo “Mujeres del Pueblo Pijao. Estos aretes y ésta pulsera los llevaré siempre en mis orejas y en mis puños, para que los otros pueblos a donde yo vaya, conozcan las riquezas que ustedes tienen, y de ese modo los respeten y los quieran”. Y mientras se los ponía, vieron asombrados como centenares de hombres a lo lejos, gritaban corriendo a donde ellos estaban, como si se acercaran a una batalla.
Los Panches se quedaron de pronto en silencio y en estado de alerta, mientras las turbas se venían entre gritos y al galope en caballos, en mulas, en yeguas y también a pie.
Se alistaron los arcos, las flechas, las lanzas, las hachas, las antorchas que encendieron en un momento, mirándose entre todos con miradas inteligentes y guerreras por si había necesidad de defenderse, y esperaron entre los animales ansiosos, que ellos controlaban con la enorme fuerza que tenían, y entre mesetas de hielo, algo agachados para protegerse de cualquier ataque. Sin embargo Dulima esperaba tranquila, sentada en su elefante, a las tribus que llegaban al nevado en semejante barahunda pocas veces escuchada.
De pronto todo quedó en silencio como si la turba obedeciera una órden, y escucharon una voz que gritaba desde lejos:
“Cacique Ibagué, cacique Ibagué, espérenos tranquilos que nosostros somos sus amigos. Lo que pasa es que queremos conocer a la diosa Dulima y no podemos  desaprovechar éste momento, para verla y hablarle. Por favor recíbanos sin problemas”.
Entonces los Panches se miraron alzando las lanzas, todavía desconfiados,  hasta que uno de los nativos, llegó veloz en su caballo marrón, acezante, con espuma en la boca, los ojos muy abiertos y brillantes, los músculos temblorosos pero poderosos, e indetenible  sudor en las costillas y en todo el cuerpo.
Era el gran cacique Calarcá. El famoso guerrero Pijao que iba de pueblo en pueblo a ver como estaba la gente en sus tribus y a darse cuenta si realmente vivían tranquilos. En caso de necesidad, por el ataque de algún pueblo enemigo, se ponía al frente de las luchas y de cualquier batalla por cruel que fuese, dirigiéndola con ardor y fiereza, dándole ejemplo a su gente, de que había que ser luchador para defender las tierras, las minas, los ríos, las mujeres, los sembrados y todo lo que se tenía. Las tribus Pijao lo respetaban y le pedían consejo, contándole a su vez los problemas que el procuraba resolver en el menor tiempo posible. Ahorita Guiaba a mucha gente Pijao hasta la diosa, de la que habían oído hablar desde hacia años y que querían conocer como fuera.
Con Calarcá venían casi todos, porque se habían puesto de acuerdo para llegar allí, con señales de humo, sonidos de cuernos y retumbos de tambores desde lo alto de las montañas y desde lo hondo de los valles y los abismos, para venir al monte helado a disfrutar del encuentro esperado por siglos.
Calarca poderoso y feróz, de fuerte musculatura como ningún otro Pijao la tenía, pelo largo y negro recogido con una balaca de oro con tres diamantes, mirada intensa, desconfiada, semejante a la mirada de las águilas, labios gruesos, cara rayada con lineas rojas y zapotes, mas intensas que en los otros indios, guayuco hecho con piel de culebras cazadas por el mismo en los pantanos donde vivían también los cocodrilos, o en las cuevas donde se escondían los espantos.
Ese guayuco le llegaba a las rodillas, además tenía una ruana gruesa, hecha con plumas de sinsontes, de colibríes y golondrinas. Llevaba unas alpargatas de fibras de maguey que lo dejaban andar suave y ligero, Saltó ágil de su caballo al hielo, acercándose al cacique Ibagué que también se bajó de un salto desde su caballo Cuminao. Lo abrazó con fuerza, mientras Ibagué se ponía contento al encontrarse con su antiguo amigo al que también abrazó. “Tanto tiempo sin verlo gran amigo”, dijo Calarcá mirándolo entre serio y orgulloso. “Es una sorpresa y un honor tenerlo aquí, gran jefe guerrero Calarcá”, respondió Ibagué abrazándolo otra vez .
A Yexalen, que estaba cerca de ellos, la saludó especialmente. “Veo que Ibagué está mas joven y mas fuerte desde que usted lo acompaña”, le dijo, y ella se puso mas colorada de lo que era.  Luego se enderezó mirando a lo alto de la montaña, señalando a la multitud venida en medio de un vocerío impresionante. Parecía que la turba estuviera poseída por fuerzas poderosas, incapaces de controlar. “Todas las tribus Pijao han venido a conocer a la diosa y a entregarle regalos”, le dijo Calarcá a Ibagué entre el memorable ruido.


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