A Yexalen, que estaba cerca de ellos, la saludó especialmente. “Veo que Ibagué está mas joven y mas fuerte desde que usted lo acompaña”, le dijo, y ella se puso mas colorada de lo que era. Luego se enderezó mirando a lo alto de la montaña, señalando a la multitud venida en medio de un vocerío impresionante. Parecía que la turba estuviera poseída por fuerzas poderosas, incapaces de controlar. “Todas las tribus Pijao han venido a conocer a la diosa y a entregarle regalos”, le dijo Calarcá a Ibagué entre el memorable ruido.
Allá venían los Dulimas, ágiles sobre el hielo brillante. Vivían al sur de la montaña refulgente, dedicados a la fabricación de coronas de oro y guayucos de cuero de lobo, hechos en sus bohíos, para intercambiar por sal con los Muiscas con los que eran conocidos. Venían acelerados trayéndole a la diosa una corona de oro con seis esmeraldas de color azul puro, y muy grandes como huevos de codorniz.
El cacique Ibagué, el cacique Calarcá y Yexalén, que hacía rato se había bajado del elefante donde estaba sentada la diosa, caminaron hasta allá, para presentarle a Calarcá como jefe de los ejércitos Pijao. Las mujeres y las niñas les abrieron paso y Calarcá, admirado de estar junto a Dulima, levantó la cabeza, alargando los brazos en un saludo y le dijo: “Que el sol, las estrellas, los bosques, los nevados y los ríos me bendigan hoy, por haberla conocido, bella diosa Dulima. Este momento es el mejor de mi vida y quisiera que durara siempre”. Bajó los brazos y la cabeza y ella le dijo: “Te conozco desde hace mucho tiempo Calarcá. Tu fama de combatiente, de luchador y guerrero, se ha extendido por los imperios de Amerindia, por los rincones de otros pueblos, y ha llegado al recinto de los dioses donde habito. No te admires de estar aquí porque eres de los primeros en haber ganado ese privilegio. Eres nuestro amigo, el gran líder combatiente de un país que se extiende como el polvo”. Dijo la diosa, orgullosa de ese amigo recién llegado.
Pero entonces Calarcá se quedó mudo por los elogios de Dulima que desde hacía tanto tiempo quería conocer. Lo llamaban “El indio bravo”, “El indio guerrero”, pero ahorita estaba dócil y manso, semejante a un pajarillo. No sabía que hacer, pero al ratico sacudió la cabeza, se hizo dueño de si mismo y dijo “Gracias diosa”.
Y volteando a donde estaban Ibagué y Yexalen, cogió el regalo de los Dulimas y poniéndolo en el moco del elefante, le ordenó entregárselo a la diosa. El animal levantó el moco hacia atrás esperando que Dulima cogiera la corona. Ella la agarró, estirándose un poco, dejando ver la flexibilidad de su cuerpo y dichosa, se la puso, disfrutando del resplandor de las seis esmeraldas. En ese momento los Panches y las gentes de las tribus recién llegadas, que eran mas de cien mil, aplaudieron, gritaron y silbaron sin parar, sin quitarle la vista a Dulima que ahora se veía mas bella porque un resplandor desconocido la rodeaba.
Después de haberle entregado ese regalo, los toches, que eran vecinos de los Dulimas y fabricantes de pectorales de oro, y de coronas de plumas de aves exóticas, traían para la diosa el mejor pectoral, fabricado por el artista de la tribu. Tenía hilos de plata enrollados de modo aartístico, y palabras grabadas, también de plata: “Somos el pueblo sabio”, decía una frasecita en un ángulo del metal. Tenía artificios como hoyuelos, giros, terminaciones brillantes y grabados secretos que hablaban de su historia. Eran las creencias del pueblo toche, que otro día, no muy lejos, emigraría de la nación Pijao, al imperio de Santander:
Había un sol tallado en lo alto, con un diamante de luz en el centro, la luna a su lado, creada con una esmeralda muy verde. Mas allá, una constelación de estrellas, y cada una tenía una perla del océano. Traían también una corona de plumas de cisne, símbolo del poder y la sabiduría de los sacerdotes de ese pueblo.
Ibagué se había montado en su caballo para pasarle fácilmente el pectoral y la corona a Dulima. El animal sacudió la cola y su crin de plumas de colores, que la diosa admiró sonriendo. Cuminao echó mas chispas azules por los ojos, porque quizás estaba nervioso y muy brioso, quemando intensamente al cacique Calarcá en un brazo y en una pierna, que retiró brusco y disgustado. La piel se le enrojeció inmediatamente, le salieron ampollas grandes y blanquecinas que lo asustaron por lo raras y porque le ardían como candela. Los bordes se le ennegrecieron y el cacique gritó “Huy, es terrible ésta quemazón de cuminao. Ho, ho ho ,ho, diosa, diosa Dulima sálveme, solo usted puede hacerlo”, decía desesperado soplándose las quemaduras. Entonces Dulima estiró un brazo y poniendo la palma de la mano hacia abajo, entrecerró los ojos, y diciendo palabras mágicas que nadie entendió, curó milagrosamente a Calarcá que ya tenía la piel lisa y completamente sana.
Todos vieron el prodigio y mirando a Dulima se quedaron callados junto a los elefantes que agitaban las orejas, nerviosos, gritando de vez en cuando, levantando los mocos como ensayando himnos para la diosa. Los leones de melena roja rugían con la cabeza agachada mientras lágrimas inexplicables, de color verde le salían de los ojos, resbalándose por las barbas y el hocico, cayendo al hielo que quedaba completamente teñido de ese color.
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