El ave se preparaba para hacerle frente al viento.
Levantaron las manos, despidiéndose de la muchedumbre que gritaba en un vocerío impresionante. Alzaban las lanzas, los arcos, las flechas, gritando: “Adiós princesa Millaray, adiós Madremonte, adiós mago Mohán” mientras Ibagué, se cobijaba una ruana gruesa, de lana de ovejo que su amiga Yexalen le había traído para que dejara de temblar.
Los viajeros quedaron como tres piojos en las costillas de un pájaro.
El cóndor se impulsó desplegando las alas, elevándose por encima del hielo. Cuando estuvo a cuarenta metros, la princesa Millaray le dijo gritando porque el viento se le llevaba la voz “Cóndor de los Andes, no se vaya todavía. Vuele encima de los guerreros varias veces. Así nos despediremos bien y ellos quedarán agradecidos” Entonces el ave giró a donde estaba la muchedumbre, volando una, dos y tres veces mientras el pueblo gritaba, silbaba y saltaba estirando los brazos con sus lanzas y sus flechas agarradas.
Después de eso, el buitre se elevó definitivamente yéndose al oriente, deslizándose en el espacio blanco hasta perderse entre nubes amarillas adormiladas.
Ya sin su princesa, sin Madremonte y sin Mohán, la muchedumbre se preparó a marchar a las propiedades del cacique Cajamarca con su cargamento de oro y piedras preciosas, encima de mil doscientas mulas afanadas, muy embarradas y maltratadas también por los largos caminos recorridos.
Aunque los doce mil panches tenían puestas las ruanas, pagadas con polvo de oro a los habitantes de Murillo, se estremecían de frío. Por eso fue que el cacique Ibagué gritó de pronto, parándose en una roca alta, donde el pueblo lo veía: “Ahora avanzaremos rápido, nos iremos por los bosques, por las trochas y los abismos. Amarren fuerte los bultos de oro para que no se caigan, y acomoden bien las ollas de las piedras preciosas, una a cada lado en el lomo de las mulas. No se demoren y vámonos porque este frío nos va a congelar”.
Y la indiamenta inmediatamente obedeció.
Ibagué saltó de la roca encaramándose en su caballo que pateaba el hielo con sus cascos de bronce. De los ojos le saltaban chispas azules y de color violeta, cayendo al hielo y derritiéndolo aceleradamente con sus altas temperaturas. Las crines y la cola de ese caballo no eran de pelo sino de plumas, semejantes a las plumas de las guacamayas. Cuminao resopló haciendo piruetas, algo descompuesto, porque olfateaba cosas extrañas. De pronto se levantó en las patas, relinchando espantado y con los ojos muy abiertos, las narices hinchadas y con mucha espuma, resollando enloquecido, haciendo que el cacique Ibagué se pusiera alerta para no ser derrumbado en el hielo.
Sin lograr dar explicaciones, el hielo entre el cacique y su pueblo, se rompió en pedazos formando un cráter amplio por el que salió primero un vapor azul y después una mujer muy linda, parecida a una diosa. Estiró los brazos y levantó las manos saludando al pueblo que se había quedado mudo por la sorpresa de ver semejante aparición.
Era la diosa Dulima, el espíritu de los nevados del país de la nieve surgiendo de las profundidades donde vivía, cuidando las riquezas.
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