“Hazme el amor como quieras, Mohán. No pares, no pares por favor” y se retorcía en gemidos y cortos gritos, mientras Mohán levantaba su guayuco de cuero de lobo y le entregaba a su amante,un volcán hirviente de fuego y lava que la diosa aceptaba agradecida. “El amor en el hielo es incomparable” decía ella entre largos suspiros, “Nunca olvidaré el país de la nieve. Este lugar es el mejor del mundo”.
Después de esa faena, Mohán dejó sentada a la diosa en el hielo, mientras encendió un tabaco aromatizado que aspiró fuerte llenando sus pulmones y su sangre de humo que le dio paz.
No se habían dado cuenta que alguien los miraba silencioso mientras hacían el amor en la roca.
Era el cacique Ibagué discreto y cauto, que bajaba por el nevado con su pueblo Panche, para fundar un caserío donde vivirían, porque ya se habían cansado de ser los vagabundos de los caminos y que otras tribus los estuvieran mirando con recelo.
Al verlo así de pie y tan concentrado, la diosa no se alteró, se quedó tranquila aunque desnuda, y acercándose, le dijo apoyándose en la lanza que el indio tenía en la mano: “Ola cacique que hace ahí tan quieto?”. “Estoy mirándolos. Hacen buena pareja y se comprenden bien” respondió Ibagué serio, pero excitado al ver a Madremonte como estaba con los pechos desafiantes, los labios muy rojos, el pelo desordenado y las piernas iguales a dos columnas sosteniendo una esfinge.
Mohán no decía nada.
Inclinándose, se arregló el pelo alborotado, poniéndose una balaca de oro que los indígenas Sutagaos le habían regalado por haber vuelto a la vida a una doncella hija de un brujo en esa tribu. Se arregló el guayuco bajándoselo tranquilo y dando pasos encima de la nieve chirriante. Miró a donde estaban los indios esperando a su jefe Ibagué para continuar la marcha por caminos que eran desconocidos para ellos, y se sintió poderoso por ser amigo de semejante cacique, mas guerrero y luchador que muchos otros.
“Caminen y me acompañan”, les dijo Ibagué con mirada fuerte. “Voy con mi pueblo y con mas de mil doscientas mulas cargadas de oro y piedras preciosas a una meseta de la que nos han hablado y que según los datos de muchos, no está lejos de aquí. Fundaremos una ciudad donde viviremos. Es una región tranquila como ninguna otra en Amerindia. Nos han dicho que es el centro de Columbus y que desde ahí podemos dominar el imperio Pijao”.
“Así es”, contestó Mohán, soplando el humo de su tabaco que estaba casi entero. Lo miró como se elevaba perdiéndose en el espacio y luego bajando la cabeza, escupió dejando una mancha rojiza en el hielo. “Lo acompañaremos hasta donde vaya, lo protegeremos, porque la diosa Madremonte y yo, hemos escogido éste país para vivir. Nos hemos dado cuenta que estas tierras no tienen igual”.
El cacique se alegró. Tenía una dentadura blanca y una nariguera de oro no muy grande, colgada de su nariz curva. Las líneas de color rojo, verde, azafrán y amarillas de su cara, parecieron mas vivas cuando miró a Madremonte, a la vez que su corona de plumas de guacamaya y pavo real, se movía fuerte por el ventarrón de la montaña.
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