El cacique se alegró. Tenía una dentadura blanca y sana, y una nariguera de oro no muy grande, colgada de su nariz curva. Las líneas de color rojo, verde, azafrán y amarillas de su cara, parecieron mas vivas cuando miró a Madremonte, a la vez que su corona de plumas de guacamaya y pavo real, se movía fuerte por el ventarrón de la montaña.
De pronto vieron algo llamativo a lo lejos en el espacio, entre las nubes blancas y medio amarillentas de esa hora.
Un inmenso buitre se desplazaba velóz, dando vueltas encima del pueblo que lo miraba fascinado, señalando y haciendo gestos desde el hielo. “Vean, vean. Ese es el cóndor de los Andes. Sin duda ahí viene la princesa Millaray a visitar a su padre”. “Si, ahí viene. Yo alcancé a mirarla cuando asomó la cabeza” y gritaban saltando y silbando a la vez.
El ave bajó lenta entre el pueblo que casi no le daba espacio para que aterrizara porque estaba muy inquieto, alegre e indisciplinado por esa visita que los ponía excitados y algo locos, hasta tocar el hielo, donde se quedó parada, muy quieta, esperando que la princesa Millaray bajara de su espinazo. Allí se había acomodado ella, desde cuando salió del reino de la diosa Bachué madre de los Muiscas, pueblo que estaba al oriente del imperio Pijao, y a la que había ido a visitar desde hacía días para enseñarle trucos de belleza.
La princesa se descolgó por un ala que el buitre bajó hasta la superficie, cayendo al hielo entre la curiosidad del pueblo que se acercaba corriendo para saludarla. “Bienvenida princesa millaray”. “Es bueno que esté otra vez con nosotros porque la hemos echado mucho de menos”. “Que tal el viaje?”. “Como le fue con la diosa Bachué?”, le preguntaba la gente acosándola para verla y tocarla y no le daban tiempo de contestar.
Ese pájaro en que la muchacha venía desde tan lejos, era el cóndor de los Andes, ave insignia de las montañas de Columbus, orgullo de la gente que vivía allí, y que se había quedado a vivir en el reino pijao porque sentía que ese era su ambiente en las altas montañas donde podía vivir tranquilo entre las nubes, y el viento que lo hacían fuerte y poderoso, y porque también le gustaba obedecer a la princesa Millaray que lo había cuidado desde cuando ella era muy niña. Le gustaba mucho estar junto a su gente que lo respetaba y lo señalaba como el rey de las aves y de las montañas.
Venía Millaray sonriente y bella al encuentro de su padre. Primero se detuvo un rato saludando al pueblo que la aplaudía sin parar, después siguió en una carrerita rápida entre una calle humana alborotada hasta donde Ibagué la estaba esperando.
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