Llegaron a un rancho grande de gruesas columnas,
paredes de arcilla y techo de palma que daba frescura en aquel clima tan
ardiente. El suelo estaba cubierto con gruesos tapetes de colores de los que los
Wayúu eran expertos fabricantes. Allí encontraron al brujo, un hombre anciano,
muy delgado, de ojos brillantes y ágiles movimientos, recitando plegarias al
pie de una ventana por la que miraba al espacio, extendiendo los brazos en
intensa concentración en actitud de súplica.
En veinte minutos en los que el cacique y sus hijos
pidieron a los visitantes estarse callados para no interrumpir el rito del
brujo, lo vieron finalmente descansar y desgonzarse en su esfuerzo. El, sin
preocuparse porque se quedó con la vista en las nubes, les dijo “Ya sabía que
vendría un dios vecino nuestro, con su hijo, y con dos jóvenes guerreros,
viajeros y exploradores de Columbus. Sé que han llegado en un cóndor gigante venido
de la luna. Conozco también que andan buscando a la diosa Inhimpitu desaparecida
hace meses de éstas tierras y de la que no tenemos noticia. Se fue sin decirnos
nada”.
Se volteó finalmente a donde estaba el cacique con
los recién llegados, mirándolos tranquilo, poseído por una extraña fuerza que
los visitantes le vieron extrañados…… y admirados. “Gran dios Ewandama y su hijo, gracias por
venir a visitarnos. Este dia es de fiesta en nuestro pueblo por su presencia.
Somos vecinos suyos y nos ponemos contentos de verlos, porque los Waunana son gente
callada que nunca sale de su tierra. Siempre están allá escuchando las
enseñanzas de los dioses. Gracias también a ustedes, hijos de las estrellas por
venir a éste país del sol donde ha vivido Inhimpitu y con la que ustedes quieren hablar. Pero ahora,
lo que deben hacer es comer y descansar porque se les vé el maltrato. Mas tarde
nos reuniremos y hablaremos de muchas cosas.
Y después que Anbaibe y sus hijos escucharon al
brujo, salieron con él, dejando a los visitantes que prontamente recibieron de
una muchacha alta y bella, una batea de madera con carne de cabro asada, yuca
asada, Plátanos asados también, y algunos pescados sancochados que habían
tenido guardados, conservándolos con sal. De modo que Ewandama, su hijo
silencioso, Millaray y Cajamarca, además del tunjo que de vez en cuando sacaba
la cabeza de la ruana, para orientarse y conocer la gente, comieron bastante. Después
el dios y su hijo se tendieron en las esteras, mientras Cajamarca y Millaray
escogieron dos hamacas en las que se metieron estirando los músculos, cerrando los ojos. “Tengo
sueño, voy a dormir” dijo el joven. Entonces el ensueño y la quimera llegaron entre
el sopor pegajoso de esa hora.
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