Se descolgaron ligeros por las alas del buitre, pisaron
tierra y corrieron a mirar las ruinas del rancho donde crecía la maleza y donde
algunos animales habían hecho sus nidos. “Solo están las ruinas. Que pesar”
dijo de pronto el hijo de Ewandama caminando entre los escombros. Es triste que
una diosa desaparezca sin saber que ha sido de ella, pero seguro que el pueblo
Wayùu debe conocer donde está”. “Quiere que nos vayamos ya, cóndor? O necesita
descansar otro rato?” le preguntó Millaray agarrándose del brazo de Cajamarca,
sintiendo su compañía que le era tan necesaria. “Si, vámonos ya. Todavía no
estoy maltratado y aguanto otro rato de vuelo. El pueblo de los Wayúu no está
lejos……. con sus respuestas quedaremos tranquilos y sabremos que hacer”
contestó el pájaro, alistándose para que los viajeros se encaramaran otra vez en
su espalda, cosa que hicieron rápido después de haber comido yucas, carne
sancochada, y agua del rio, que les pareció dulce.
Pronto se elevaron entre el calor pegajoso de esa
mañana.
El cóndor buscó orientación, apuntando al caserío
cercano donde vivían los Wayúu con sus cabras con las que se alimentaban y con
las que comerciaban siempre, igual que hacían con la sal, sacada del mar. Otras tribus de varias partes de Columbus
venían por sal y cabras, cambiándolas por otros alimentos, otras especies
animales, artesanías y también por oro y piedras preciosas. Vivían rodeados de
esclavos a los que trataban como querían,
llevándolos, si era preciso, a la muerte en caso de desobediencia, de hurto o
de violación.
La gente Wayùu,
al verlos volando tan alto, saltaba gritando, silbando y berriando,
pretendiendo hacerse oir de ese modo. El gran pájaro fue descendiendo en largos
ángulos hasta tocar aquella tierra árida donde el agua era escasa, el aire
caliente, la vegetación rara. Las mujeres estaban bellamente vestidas con largas
túnicas de fuertes colores. Además cubrían su frente con anchas balacas también
de colores. Muchas de esas mujeres eran de un solo hombre, que podía pagarlas a
sus familias con ganado, con tierras y cultivos, llevándoselas a su ranchería
donde las convertía en sus esposas.
Cuando el cóndor caminó entre el pueblo, la gente
se acercó para tocarlo y para admirarle su gigantismo. No parecía gente muy
belicosa y por eso pronto bajaron de sus costillas Cajamarca y Millaray para
ayudar a Ewuandama y a su hijo que estaba todavía tímido y silencioso, mirando
aquella gente que los rodeaba tan cerca y que lo ponía nervioso.
De pronto, entre la algarabía y el gran desorden,
llegó el cacique de ese pueblo con una larga y gruesa vara en sus manos, símbolo
de su poder y autoridad, a la vez que la usaba como apoyo y para defenderse de los
enemigos y de las serpientes que abundaban mucho por allì, y que sin darse cuenta entraban a las chozas
con gran peligro para los niños y las mujeres. Era el cacique Anbaibe,
acompañado de sus hijos Nutibara y Quimunchú. Venían vestidos con largas batas
de colores para protegerse de los rayos del sol que eran intensos la mayor
parte del año. Tenían diademas hechas con plumas de colores y llevaban las
caras pintadas con líneas geométricas de colores verdes, rojas y negras.
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