Takima les picó un ojo, abrió el pico y siguió en su elefante que caminaba lento encima de las arenas, moviendo las orejas reclamando espacio. Al pasar frente a Nemequene, Tisquesusa y Quemuenchatocha, los saludó, acomodándose al lado de Quemuenchatocha que ni siquiera volteó la cabeza para saludarlo. Parecìa una esfinge muda y petrificada en medio de semejante actividad.
Al dios Takima lo acompañaba Inhimpitu, diosa y madre tribal de los Arawak que era una extensa familia indígena con un lenguaje distinto, como lo eran los Caribes y los Chibchas todos dispersos indistintamente por Columbus y otras regiones de amerindia. Esa diosa tenía la apariencia de una muchacha de diecisiete años aunque había vivido centenares, eso todos lo sabían. Sus ojos eran rasgados, recordando razas del otro lado del mundo, de las que también era buena amiga. Su piel morena pero suave y codiciable, sus cabellos negros, noche profunda y su sonrisa una fiesta. Tenía como casi todos, una corona de oro con siete esmeraldas estratégicamente puestas allí para atraer ciertas energias del universo que ella usaba con gran entendimiento en muchas ocasiones. Su vestido era de colores muy vivos y le iba en una sola pieza desde el cuello hasta los pies, en los que llevaba sandalias de piel de cocodrilo, Tenía la cara pintada con rayitas geométricas, artísticas y con pequeñas manchitas de colores que la ponían dulce, muy ingenua. Todos decían en la familia Arawak “Es nuestra madre y tiene mas de setecientos cuarenta y nueve años” . . . y con sus poderes se transformaba en niña o en anciana, o en gacela o tortuga cuando quería.
Se había formado asexuadamente en un raro huevo aparecido quien sabe como, a la orilla de un rio, debajo de grandes rocas en el país Guajiro cuando éstas tierras todavía no tenían ese nombre, y con el correr de los años, inexplicablemente se convirtió en la madre de los héroes y dioses que hicieron el sol, la luna y las estrellas cuando no existìa el tiempo ni tampoco la luz en el espacio . . . y que cuando terminaron la obra del cielo, se fueron allá, montados en una nave iluminada que solo vieron los brujos en un sagrado rito que hicieron a la orilla del mar para despedirlos.
Inhimpitu jamàs volvió a ver a esos héroes y dioses nacidos de huevos puestos por ella a la orilla del rio, junto al rancho donde vivía. Se comunicaba con ellos, estuviesen donde estuviesen, entonando extraños cantos aprendidos de los pájaros.
Una noche, cuando la luna alumbró mas con sus colores perlados, cuando varias estrellas hicieron explosión en el cielo y cuando siete rayos rasgaron el espacio estremeciendo de pavor a la gente cercana, Inhimpitu puso otro huevo, semejante a un huevo de pavo real, grande pecoso y muy caliente. Lo puso entre las piedras y la arena a la orilla de un rìo tranquilo, recordando su nacimiento que había sido así.
De ese huevo, al poco tiempo, nació una niña de increíble belleza que creció quince centímetros, en menos de quince minutos.
Dejando el cascarón a un lado de las piedras y muy cerquita de la orilla del rio, la niña corriò al bohìo donde encontró a su madre barriendo el patio con ramas de verbena. De inmediato la madre, con solo verla y con el raro instinto que tenía, comprendió el alto destino de aquella criatura y sin decir nada pero muy confundida, la levantó besándola mucho y llevándola al interior del bohío, donde le puso un collar de perlas finas que tenía un diamante semejante a un sol.
Esa piedra era el diamante del poder.
Ser dueño de ese diamante era ser jefe de los dioses y padre y madre de los hombres. “Tu nombre es Luz de sol” le dijo la madre besándola sin parar y mirándola como quien mira lo mas dulce de la vida.
Un día de esos, la niña salió por los alrededores del bosque jugando con los pájaros, con las lagartijas y cucarrones. Con piedras y palitos y muy desprevenida se montó en un pavo real que de pronto apareció al lado de ella y que le llamó la atención por su elegancia y su belleza, “Tan linda esta ave. Tiene que ser mia” pensó, haciéndola correr entre los árboles, los troncos y las piedras todo el dia hasta que fue anocheciendo. Fue así como se perdió definitivamente en otros bosques de Columbus. “Tengo que hacerle caso a las leyes de mi sangre. No sé a donde voy, pero debo alejarme de aquí”, se dijo la niña, y siguió veloz en el pavo real andando por caminos desconocidos.
Su madre, al ver que la niña no volvía, la buscó enloquecida en los ríos y en el viento. La buscó en los bosques y en los valles, en las montañas y en los lagos, la preguntó a las nubes, a la noche pero nada, “Donde estará. Que se habrá hecho”, pensaba casi enloquecida. Caminó debajo de aguaceros y en medio de los rayos. Navegó definitivamente con las nubes pero no la encontró a pesar de ser una diosa con mucho poder. Finalmente se cansó de buscarla, resignándose a su suerte. “El universo me la devolverá un dia”.
Así comprendió que su niña era mas poderosa que ella. De tal modo que siguió viviendo, dejando que las cosas pasaran como tenían que pasar.
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