Pronto entraron solemnes por el corredor del
norte, mirados por la abigarrada multitud que se empujaba y se tumbaba en el
suelo, creando un bárbaro desorden que nunca llegaba a calmarse. Llegaron a la
gran puerta del templo forrada con láminas de oro representando al sol, y que
uno de los sacerdotes abrió con lentitud, dándole pomposidad al acto.
Otro
sacerdote que tenía la cabeza muy levantada, con aire de imponencia y autoridad,
traía de la mano a un niño de ocho años, dócil, muy manso. Su mirada estaba
perdida y sonámbula, incapaz de comprender que dentro de poco iba a perder la
vida. Le habían dado a beber de una yerba desconocida que le extraviaba la
conciencia. Venía acompañado por su padre y por su madre que lo entregarían
felices en el altar del sol para que fuera sacrificado al dios. Lo habían
criado exclusivamente para eso, como pasaba con muchos niños de la tribu, para
que al cumplir la edad, fueran una ofrenda al dios Xué que los recibiría en sus
brazos y los dejaría viviendo en su reino de luz y eternidad para que ayudara
desde allá a las tribus.
Ahí
fue el alboroto, porque todos querían ver al niño que prontamente se iría con
el dios. Querían recordarlo en sus últimos momentos. Deseaban grabar en el
recuerdo sus facciones, sus movimientos, sus palabras y quizás sus lágrimas. Ese
niño Era en ese momento un pequeño dios que se montaría en los rayos del sol,
viajando a velocidades extraordinarias para encontrarse con Xué, su eterno
padre. Sería mensajero del agradecimiento y el nuevo intérprete de la deidad.
Esos
sacrificios de adolescentes se realizaban cada ocho días, cuando el sol
alumbraba.
Suamox,
el gran cacique, ayudado por los sacerdotes, recogió las ofrendas que el pueblo
había traído, poniéndolas frente a un gigantesco sol de oro que los orfebres de
la región fabricaron desde tiempos lejanos, exclusivamente para el templo.
Cuando
ya todo estuvo listo para empezar la ceremonia, varios grupos de jovencitas iniciaron
una danza con pequeñas antorchas encendidas, que levantaban estirando los
brazos. Lo hacían alrededor del templo, inclinándose frente a la gran entrada
mientras los músicos sonaban los tambores, las flautas, las maracas, las
charrascas y los cuernos, al lado de ellas.
Un
poco mas retirados, otro grupo de jóvenes, prendían fogatas grandes. Las mantenían vivas durante todo el
rito porque habían traído abundante leña, palos y troncos. todo el pueblo
encendió mas antorchas poniéndolas en lo alto mientras decían roncos “Ho, ho.
Ho, ho ho”, implorando para que el dios los escuchara. Y segúian repitiendo la
misma fórmula incansables todo el tiempo.
Los
sacerdotes dentro del templo, lavaban una larga y plana piedra donde acostarían
y amarrarían al niño fuertemente. La perfumaban y rodeaban con flores que las
mujeres de las tribus habían traído como complemento y decoración para el
sacrificio. Tomaron al niño de los brazos, acostándolo en la piedra y
amarrándolo con lazos de fibras de maguey.
El
niño estaba mudo y dócil. Se dejaba manipular sin decir ni una palabra, y sin
llorar.
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