El cacique Ñatubay estaba feìz con aquella visita.
No se iba de su lado porque estar junto a ellos, lo hacìa sentir en magia de estrellas.
De pronto los espacios entre las chozas estuvieron invadidos
por una multitud que buscaba las piñas para comer y adorar a su dios
Saymaydodjira. Los indígenas se fueron en tropel buscando aquellas frutas que
en poco tiempo desaparecieron.
Los Motilones se arrodillaban para comer la piña
consagrada.
En poco tiempo
el anciano sacerdote, de larga bata de colores, aretes, nariguera de
oro, y diadema de plumas de águilas y buhos, se encaramò en una roca, a un lado del pueblo
diciendo “Callad, callad un momento pueblo trabajador, obediente y guerrero. Invoquemos
el santo nombre de nuestro creador Saymadodjira a quien le debemos la vida y el
conocimiento. Te suplicamos poderoso creador, que no nos desampares, que nos
bendigas siempre, y que en èste pueblo nunca falte nada” y la gente repetía “Ho,ho,ho,ho
venerado dios Saymaydodjira protèjenos de todos los peligros y saca cualquier
mal que haya en èste pueblo. Hazlo por favor, hacedlo ya”.
Ante semejante pedido, ocurrió el asombro.
Se
escucharon fuertes berridos en el bosque como si estuvieran estrangulando a
alguien. En una carrera endemoniada, una criatura alta, de piel roja, ojos de fuego,
cola de caimán, cachos largos y puntudos, cruzò entre el pueblo, ahogado en sus propios gritos, en su misma pena. Era Daviddu, temible espíritu dueño de
la noche, las enfermedades y la muerte y que ante la invocación que el pueblo hacìa
a su dios, no resistió quedarse ahì, sintiendo que se quemaba y se disolvía en
cenizas. Prefirió salir del pueblo, huyendo frente las fuerzas del bien, antes que
lo destruyeran totalmente.
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